Francisco Rodríguez Molina conocía todos los senderos y todos los atajos que comunicaban a los siete pueblos del río, desde Huércal hasta Rioja, y se sabía de memoria todos los caminos que por las ramblas y por los cerros llegaban a Almería. Era todavía un niño cuando con sus amigos de El Chuche venía a Almería andando a través de las ramblas, cruzando los páramos donde la mano del hombre empezaba a abrir el camino de las futuras vías del ferrocarril.
Uno de los entretenimientos de aquellos muchachos era ‘acercarse’ a la ciudad, dar la vuelta en la Puerta de Purchena, beber agua en el cañillo y regresar corriendo al pueblo, diluyendo la distancia en la fuerza intacta de su juventud.
Por septiembre, con su partida de amigos, hacían la ruta de los cortijos de Sierra Alhamilla y subían hasta el Balneario donde los últimos forasteros del verano apuraban la temporada de baños disfrutando de los beneficios de aquellas aguas milagrosas. Por el camino, reponían las fuerzas cogiendo los higos más dulces de toda la comarca, fruto de las frondosas higueras que nacían en el valle, en el cortijo que Miguel Torres tenía en el paraje conocido como el Chorrillo.
Un día, recién cumplidos los diecisiete años, su hermano Andrés le propuso un futuro distinto al que le esperaba en su tierra, donde a los jóvenes no les quedaba otra alternativa que trabajar la tierra o hacerse con un rebaño de ovejas y echarse al monte. Aunque en 1897 la emigración a Argelia había decaído, le ofrecieron un trabajo seguro y la posibilidad de ganar al día cinco veces mas del jornal de cualquier obrero en Almería. Eran jóvenes con ganas de aventura y con la ambición necesaria para dejar su tierra y su familia y embarcarse en el vapor Vicente de la Roda, que hacía la travesía entre nuestro Puerto y el de Orán.
Fueron tres años de exilio voluntario,de intenso trabajo haciendo carreteras en las condiciones más duras que se pueda imaginar: las jornada comenzaba al amanecer y terminaba de noche, sin más descanso que la hora que utilizaban para el almuerzo. En 1900, Frasco, al que todo el mundo conocía por el apodo de ‘el Pelao’ regresó tras recibir la noticia de la muerte de su padre. Aunque traía algún dinero que había conseguido ahorrar, no era suficiente para vivir sin trabajar, por lo que tuvo que tomar a renta la finca de don José Castilla, en la rambla de la Campana.
Era una espléndida propiedad con dieciséis tahúyas regadas con el agua que venía de la fuente de la Calderona, en una zona llena de cortijos y tierra fértil que daba buenas cosechas de trigo y panizo. La rambla de la Campana cruzaba el pueblo de Rioja y cuando llovía de forma torrencial, inundaba las calles del pueblo. Un año, en la feria de octubre, salió con tanta fuerza que se llevó por delante los puestos de los feriantes y dejó hecho un barrizal huertos y campos. En aquellos tiempos no existían los seguros ni las ayudas oficiales y si una cosecha se echaba a perder por culpa de una tormenta o por una plaga de insectos, el agricultor lo perdía todo.
Frasco sabía que depender exclusivamente del rendimiento de la finca era una aventura, sobre todo cuando se casó y a empezaron a llegar los hijos. Como era un hombre buscavidas, no tardó en encontrar un empleo y se colocó de guarda forestal, vigilando las tierras y los cortijos de la zona baja de Sierra Alhamilla, que necesitaban protección debido a los frecuentes robos que se cometían contra las cosechas. Los mismos propietarios de las fincas le compraron una carabina para que ejerciera su trabajo con la máxima seguridad. Pero los hijos seguían llegando y cuando tuvo el sexto, el sueldo de guardián tampoco fue suficiente para salir adelante, por lo que Frasco tuvo que regresar a los caminos; no como lo hacía en sus ratos de ocio infantil, cuando atravesaba corriendo los campos y los montes desde Rioja a Almería, sino conduciendo un carro de mulas con el que antes de amanecer recorría los campos buscando la mejor fruta y la verdura más fresca para traerla a la alhóndiga.
En los años veinte, su carro era el más conocido del camino que unía Almería con Gérgal. No existía una sola venta en el trayecto donde no le tuvieran preparado una taza de caldo caliente y un vaso de vino para aliviarle el cansancio. A veces, cuando llovía con fuerza, le ofrecían refugio hasta que escampara, pero él prefería seguir su ruta porque para que hubiera ganancia era fundamental llegar a tiempo a su destino.
Cuando sus hijos tuvieron edad para acompañarlo, los llevaba como ayudantes en aquellas eternas incursiones en las que el arriero de El Chuche tardaba un día en ir hasta Gérgal, cargar el carro de fruta y verdura y llevarla después a la Plaza del Mercado de Almería para hacer negocio. Aunque no era un experto en números, ya que de niño no tuvo tiempo para ir a la escuela, Frasco se defendía bien a la hora de hacer las cuentas con la cabeza. Como él decía, nunca se dio el caso de que alguien lo engañara.
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