Una de las pocas noticias alegres que nos traía el inicio del curso era el día en que con una lista en la mano íbamos a comprar los libros de texto. Los libros nuevos, con el perfume a imprenta detenido en cada página, eran el bálsamo que nos ayudaban a transitar por aquellos difíciles momentos en los que nos echaban del verano a empujones para encerrarnos en la dura realidad de las aulas del colegio o del instituto.
Aquellos libros de texto en los que las niñas de mi clase guardaban celosamente la hoja de un árbol o el pétalo de una flor y en el que los niños acabábamos dibujando el escudo de nuestro equipo cuando liberados de la ilusión inicial le habíamos perdido el respeto.
Los libros de texto recién comprados eran una invitación al estudio y cuando los tocábamos por primera vez, cuando les colocábamos el forro de plástico para que fueran eternos, teníamos la certeza de que aquel año íbamos a estudiar de verdad, que nos íbamos a entregar en cuerpo y alma a aquellos espléndidos libros que con tanto esfuerzo nos compraban nuestros padres para que nos hiciéramos hombres de provecho.
Una tarde de septiembre nos presentábamos en la librería Cajal dispuestos a empezar de nuevo. Llevábamos en el bolsillo una hoja cuadriculada con todos los libros que necesitábamos para el curso y se la entregábamos a Paqui, la empleada, que antes de que abriéramos la boca ya sabía lo que estábamos buscando.
La librería Cajal era un lugar mágico, un santuario de los libros, un laberinto de estanterías y obras donde se perdía la noción del tiempo y del espacio. Tenía dos puertas de entrada, una por la calle Navarro Rodrigo y otra por Reyes Católicos, y dos alturas en su interior. El piso bajo estaba dividido en dos naves que se comunicaban por un vano sin puerta. En un lateral, pegada a la pared, aparecía la escalera de hierro y madera por la que se accedía a una espléndida buhardilla donde te quedabas solo delante de aquel inmenso océano de historias en medio de un profundo silencio.
En aquellos tiempos, allá por los primeros años setenta, la Cajal era la librería de Almería, la primera librería técnica donde era posible encontrar cualquier obra. Su historia había comenzado en el mes de junio de 1964, cuando el profesor José María Artero García solicitó en el ayuntamiento el permiso para abrir el negocio en el número 20 de la calle Navarro Rodrigo. Detrás de aquella iniciativa estaban seis catedráticos de enseñanza media que fueron los que gestaron la idea de abrir la primera librería de la ciudad: Gregorio Núñez, José María Artero, Concha Zorita, Pascual González, Ramiro Sanz y Antonio Cabrera.
Pensaron que sería bueno para Almería contar con una librería profesional y de paso acariciaron la posibilidad de montar un buen negocio que pudiera servir de complemento a sus salarios como profesores. Cuando llegaba septiembre, los alumnos de estos catedráticos ya sabían dónde tenían que ir a comprarse los libros. Nadie los obligaba ni los profesores se dedicaban a hacer publicidad de forma descarada de su librería, pero ir a la Cajal era el camino más directo, el lugar donde podías encontrar todos los libros que buscabas.
Hasta entonces, antes de que la nueva librería saliera a escena, los libros se compraban en las tradicionales papelerías de la ciudad, que también tenían su encanto para los niños. Estaban cargadas de una atmósfera mágica: el olor de los libros nuevos que se mezclaba con el perfume a madera de los lápices; la invitación a la aventura de aquellas bolas terrestres que nos ponían al alcance de la mano océanos y montañas; la belleza de las cajas de acuarelas, que traían en la tapa espléndidos paisajes; la ilusión de poder tener una goma con olor a nata o uno de aquellos lápices que traían de reclamo la cabeza de goma del ratón Mickey o del pato Donald.
El centro de la ciudad estaba sembrado de papelerías y cada barrio tenía la suya. En el mío había dos: la papelería Roma en la calle Arráez y la papelería Ortiz, en la calle Eduardo Pérez, que competían de cerca con esos dos grandes negocios que entonces eran la Papelería Santo Domingo, en la Plaza Virgen del Mar, y la Valero, en la calle Gravina.
La librería Cajal llegó con aires nuevos dispuesta a cubrir un vacío. Abrió sus puertas por primera vez el jueves diez de septiembre de 1964. Aún no estaba terminada toda la infraestructura del negocio, pero decidieron poner en marcha primero la sección de libros de texto y la papelería escolar para aprovechar el tirón del inicio de curso y empezar a navegar con las arcas llenas.
Un año después de su apertura, la librería Cajal amplió el establecimiento, uniendo el local contiguo que existía en la calle Reyes Católicos, formando un gran espacio que durante 44 años fue un trozo de historia de los almerienses.
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