En la calle de Marín sigue en pie el patio que guarda la cruz de los caídos con la que las autoridades falangistas honraron a sus muertos en los primeros años de la posguerra. El monumento forma parte del edificio del Real Convento de la Encarnación, donde las religiosas de Santa Clara siguen resistiendo el paso del tiempo y la ausencia de vocaciones.
Aunque pueda parecer que la cruz de los caídos está integrada desde entonces , física y sentimentalmente en la vida de las religiosas, no es así. Su ubicación estuvo rodeada de polémica y provocó que allá por el mes de noviembre de 1959, la entonces abadesa de Las Claras, Sor María del Santísimo Sacramento, le enviara una carta manuscrita al mismísimo Caudillo, Francisco Franco, rogándole que intercediera para que las autoridades locales le devolvieran a las monjas aquel recinto, ya que según se reflejaba en aquel documento que se recibió en el Palacio del Pardo: “No fue ningún acuerdo por el que cediéramos la propiedad del solar, ya que queríamos edificar allí y tener un pequeño patio”, le contaba la monja al Generalísimo.
Además, le hacía saber el mal estado en el que se encontraba entonces el monumento “convertido en evacuatorio público”, lo que obligaba a tener que recurrir a los bomberos para que procedieran a su limpieza cuando una vez al año se organizaban los actos oficiales en memoria de los caídos.
La historia de las monjas y la cruz de los caídos empezó en los primeros años de la posguerra, cuando los responsables de la Jefatura Provincial del Movimiento insistieron ante las autoridades municipales para que encontrasen un escenario más adecuado para levantar una cruz de los caídos de mayores dimensiones y más artística que la que se había erigido de manera provisional en el andén de costa. Querían que un monumento de tanta carga sentimental para Falange estuviera situado en un lugar céntrico, pero a la vez tranquilo donde poder realizar los homenajes anuales con el recogimiento y la solemnidad que necesitaban.
En el mes de diciembre de 1941 el Ayuntamiento dio a conocer que la nueva cruz sería construida en un solar que había quedado libre tras un derribo ejecutado en la franja norte del convento de Las Claras. “Irá adosada al muro de la iglesia y se podrá contemplar desde la calle de Marín, reflejada sobre un estanque que se situará a su pie”, decía el informe.
A cambio del solar, el Ayuntamiento se comprometió a levantar dos naves de arcos para construir encima un piso superior destinado a residencia conventual de las monjas clarisas. Además, en la parte superior de la calle de Jovellanos, pegado al edificio de la iglesia, se acordó establecer un largo balcón corrido para presenciar los desfiles. La nueva cruz de los caídos fue construida con un bloque de mármol negro de las canteras de Berja que pesaba ocho mil kilos. Fue inaugurado el uno de diciembre de 1944 con motivo de la visita a Almería del ministro de la Gobernación, señor Pérez González.
Desde entonces ha permanecido pegada a los muros de las religiosas, aunque ellas nunca estuvieron conformes con la manera en la que desde el Ayuntamiento de Almería se tramitó la expropiación de aquellos terrenos que eran propiedad de la comunidad. Las monjas mantenían que no se llegó a cumplir lo pactado en la sesión que la Comisión Gestora del Ayuntamiento celebró el uno de febrero de 1941, en la que se acordó la adquisición del solar por la cantidad de 72.296 pesetas, de las que había que deducir 12.296 que tendrían que abonar las monjas por los trabajos de derribo y por la retirada de escombros.
Las Clarisas estuvieron durante décadas insistiendo en que ellas no habían recibido una sola peseta de aquella extraña compra, que nunca se llegó a pagar lo pactado por el solar en el que fue ubicada la cruz de los caídos. Por su parte, la Jefatura Provincial del Movimiento se defendió diciendo que el pacto final al que se llegó con las hermanas de Santa Clara contemplaba que en vez de las 72.296 pesetas previstas para ingresarlas en la cuenta del convento, el ayuntamiento y las autoridades se comprometieron a correr con todos los gastos de la construcción de dos naves laterales y un pasillo de comunicación entre ambas, destinadas a alojamiento, así como de las terrazas cubiertas que se levantaron sobre dichas naves para que las monjas pudieran tener sol y aire sin ser vistas. Posteriormente, en 1951, el ayuntamiento también costeó las obras de la verja de hierro que se levantó para custodiar el jardín que guardaba la cruz.
La carta de la abadesa a Franco abrió una herida entre el ayuntamiento y las nueve religiosas que a finales de 1959 habitaban el convento.
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