Cuando te sacaban a la palestra

Que el profesor te sacara a la pizarra era casi siempre una auténtica tortura con público

El histórico profesor del Instituto, don Francisco Sáiz Sanz, dando una lección de Matemáticas en una de las pizarras del aula.
El histórico profesor del Instituto, don Francisco Sáiz Sanz, dando una lección de Matemáticas en una de las pizarras del aula. La Voz
Eduardo de Vicente
21:56 • 04 abr. 2024

Cuando mi profesor de Matemáticas entonaba aquella frase fatídica al elegido le temblaban las piernas y todos los miedos que entonces acumulábamos los niños se nos aparecían como un espectro para dejarnos sin aliento. “Venga, a la palestra”, gritaba el maestro, y allí iba el escogido, cabizbajo, asustado como un reo de camino hacia el patíbulo, asumiendo que aquella palabra que habíamos escuchado por primera vez en la escuela llevaba implícito un sufrimiento. 



Que el profesor te sacara a la pizarra era una auténtica tortura que había que padecer en público, lo que agravaba doblemente el suceso. Los instantes previos venían rodeados de una tensión insoportable. Cuando llegaba la hora de salir a la pizarra un silencio de catástrofe se apodera del aula mientras el profesor buscaba a la víctima con la mirada y con la vara de madera lo señalaba diciendo: “Venga, a la palestra”.  En ese momento se cruzaban las sensaciones dentro de la clase: por un lado el alivio colectivo de los que se habían librado, y por otro la pesadumbre del que tenía que enfrentarse con aquel Mihura. Sí, salvo que fueras un empollón o un provocador vocacional, salir a la pizarra era un auténtico castigo porque te exponías a la bronca del profesor al menor fallo y al escarnio público  del resto de los alumnos si tu actuación se convertía en un esperpento. Aquello significaba en muchos casos la exhibición pública de nuestras carencias y en esos instantes te sentías desprotegido, con la misma sensación de vulnerabilidad  del niño que va por primera vez al colegio.



Salías a la palestra, agarrabas tembloroso la tiza y te colocabas delante de aquella pizarra que desde tu pupitre te parecía un lugar acogedor pero que cuando la tenías delante, sobre tu cabeza, se convertía en un basto territorio que tenías que explorar en solitario. Allí te superaban los nervios y el pensamiento se te nublaba haciendo inútil cualquier esfuerzo por encontrar una respuesta adecuada. Te sentías juzgado con crueldad y a veces te sentías ridículo cuando escuchabas aquel coro de voces de tus compañeros riéndose a carcajadas cada vez que tropezabas y volvías a tropezar.



Solía ocurrir que el profesor, cuando veía que el  alumno no levantaba cabeza, que sufría en vano mirando a la pizarra, cambiaba el tercio y buscaba un voluntario que saliera a enmendar el entuerto.  En cada clase siempre había un voluntario dispuesto, un empollón que levantaba la mano hasta para salir a la palestra, un oportunista que sabía esperar con paciencia el fracaso del compañero para disfrutar de su minuto de gloria. Y entonces aparecía el aplicado, el estudiante ejemplar, el que sabía más que el propio maestro, el que dominaba las tablas como un actor veterano, el que calculaba el área de un rectángulo sin pestañear, el que resolvía la ecuación con tanta suficiencia que se permitía el lujo de recrearse mientras iba dibujando y despejando las incógnitas. 



Salir a la palestra era enfrentarse a uno de los miedos mayores de nuestra etapa estudiantil: los exámenes orales. Nos sentíamos más cómodos sentados en nuestra silla, rozando nuestro pupitre, delante del examen escrito que nos permitía concentrarnos mejor y sobre todo, tener la posibilidad de una ayuda externa



Buscábamos el menor descuido del maestro para preguntarle al compañero cuando nos atrancábamos en un nombre que no nos salía o echábamos mano del viejo recurso de la chuleta que nos habíamos colocado debajo del muslo. El examen escrito nos daba la oportunidad de copiarnos y nos permitía afrontar la prueba con más seguridad.



Por contra, cuando un profesor nos anunciaba que el examen de esa evaluación iba a ser oral se nos caía el cielo encima porque no teníamos escapatoria, porque éramos conscientes de que no estábamos preparados para actuar en público, que no sabíamos como manejar nuestros nervios ante una situación que requería tranquilidad, un poco de paz para poner en orden nuestros pensamientos. Cada vez que tuve que enfrentarme a un examen oral me acordaba de lo que tuvieron que sufrir aquellos muchachos de la generación de mis hermanos mayores que para entrar al instituto tenían que ponerse delante de un tribunal para superar el examen de Ingreso.



El examen de Ingreso venía a ser como el juicio final en el que los alumnos tenían que demostrar que estaban preparados para iniciar el Bachillerato. Con los pantalones cortos hasta las rodillas, camisa limpia, corbata estrecha y los zapatos oliendo a betún, comparecían en el estrado con los nervios apretándoles el alma. Para que los niños se sintieran más arropados era habitual que se presentaran en el lugar del examen con el maestro que los había orientado en su último curso de colegio. Su presencia les daba confianza y humanizaba aquel terrible momento. Tenían sólo diez años, pero aquella prueba de madurez los iba a convertir en hombres cuando unas horas después atravesaran de nuevo la puerta del Instituto para volver a casa. 


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