Cuando en 1858 el polifacético empresario Carlos Jover y Fuentes presentó en el Ayuntamiento su proyecto de balneario, el mar estaba tan cerca de la ciudad que bastaba con bajar la pendiente de la desembocadura de la calle de la Reina para empezar a pisar la arena de la playa.
El puerto estaba entonces por hacer, era todavía un proyecto más que una realidad. Las obras de la primera fase, que se habían iniciado en la primavera de 1847, se desarrollaban con lentitud y el puerto, ocho años después de que se colocara la primera piedra, no era más que un humilde refugio dotado de los servicios mínimos para recibir a los barcos de vela de la época.
Viendo las posibilidades que ofrecía el lugar, Carlos Jover no dejó pasar la oportunidad de aprovechar el trozo de playa que se abría frente a la antigua puerta del mar, enfrente de la fachada sur del Hospital, para poner en marcha un negocio que pudiera ser también beneficioso para la ciudad.
En la solicitud que presentó en el Ayuntamiento, en el verano de 1858, contemplaba la construcción de doce casetas de madera cubiertas para tomar los baños de mar en la temporada de verano, además de dos grandes casetones “en la playa frente a la puerta del mar con dirección a los Almacenes de Quevedo”, especificaba en su escrito.
En ese tramo de playa que eligió el señor Jover existía entonces un pequeño varadero, por lo que podía disponer de un gran franja de terreno para poner en funcionamiento su empresa.
Cuando Carlos Jover y Fuentes se presentó ante las autoridades con el plano de su balneario bajo el brazo, tuvo que ser convincente para que le dieran el visto bueno, dejarles claro a los responsables municipales que no se trataba solo de un negocio personal, puramente lucrativo, sino de una oportunidad colectiva “para que puedan tomarse los baños del mar por ambos sexos con la comodidad y la decencia que requiere la cultura de esta capital”, explicaba en su petición.
Por si no era suficiente con estos argumentos, el empresario se comprometió que en su afán de servicio público el balneario dispondría también de una caseta exclusiva para la beneficencia, para que los internos del Hospital, del Asilo y del Hospicio pudieran tener su pequeño hueco en la playa sin mezclarse con el resto del público.
El balneario, bautizado con el nombre de El Recreo, tuvo desde su nacimiento esa sala especial para los pobres, aunque para poder utilizarla había que reunir una serie de requisitos. Desde que en el año 1903 la ciudad elaboró su propio padrón de pobres, había que estar inscrito en dicho padrón para poder disfrutar del servicio de baños, además de contar con un certificado del médico responsable de la Beneficencia Municipal, recomendando los nueve baños que entonces se recetaban como medida terapéutica.
Desde su puerta en marcha, el balneario fue un gran acontecimiento en la ciudad, no solo en los meses de verano, sino también en invierno, ya que en sus dependencias quedó instalado el Club de Regatas. Cuando llegaba el mes de mayo se limpiaban las casetas con pulcritud, se decoraba la fachada y se iluminaba toda aquella manzana del Malecón como si se tratara de una feria. El balneario disponía entonces de un servicio de coches de caballos que tenía su parada principal en la confluencia de la calle Obispo Orberá con la Puerta de Purchena y contaba con una amplia clientela de usuarios que venían de los pueblos cercanos siguiendo las recomendaciones médicas en busca de esos baños templados que tanto beneficio aportaban a la salud.
El lugar escogido era excepcional por la cercanía del centro de la ciudad, pero también sufría un gran inconveniente, la presencia constante de la antigua Rambla de Gormán, que aunque ya se había transformado en la calle de la Reina, seguía convirtiéndose en un torrente cada vez que llovía con fuerza. Esas aguas torrenciales que bajaban por la calle de la Reina afectaban peligrosamente las instalaciones del balneario, tal y como ocurrió el once de septiembre de 1891 después de la gran inundación. Aquel día de triste recuerdo, las aguas pluviales bajaron tan bravas buscando el mar que destruyeron la carretera del paseo del Malecón, viéndose afectado particularmente el trozo donde desembocaba la calle de la Reina, es decir, justo donde estaban el balneario y el Club de Regatas. La corriente de agua llegaba con tanta velocidad que rebasaba el tragante de la calle, llegando embravecida a la zona de la playa. Ante esta situación, fue el propio Carlos Jover, dueño del balneario, el que propuso al Ayuntamiento la construcción de un muro de defensa, un proyecto que estaba ya contemplado, pero que no se ejecutaba por falta de medios. El señor Jover se comprometió a construir con su dinero y sus medios treinta metros lineales del citado muro para que a la vez que defendieran la carretera en su parte más castigada, resguardaran de las terribles avenidas las dependencias del balneario.
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