Los Padres Jesuitas montaron un salón de juegos en su casa de la calle Padre Luque con la intención de tener a los jóvenes entretenidos y alejados de los vicios de la calle. Las tentaciones, el demonio, las malas compañías, la posibilidad de convertirse en ovejas descarriadas, eran grandes enemigos que acechaban a los adolescentes, dispuestos a profanar la pureza de sus almas.
El camino más seguro para no echarse a perder moralmente era el camino del Señor y allí estaban los frailes y los curas, siempre dispuestos a guiar a los muchachos para que crecieran “como Dios manda” y se salvaran de todos los peligros. Nadie como los religiosos sabían que convencer a la juventud, rebelde por naturaleza, que lo espiritual estaba por encima de la carne y de las tentaciones que le ofrecía la vida, era una labor complicada que no se podía gestionar únicamente desde el púlpito en la misa dominical y una sesión de confesionario. Había que ofrecerles un escenario más atractivo, un lugar adaptado a sus demandas emocionales donde los dogmas se pudieran ir transmitiendo sin tener el catecismo ni el crucifijo continuamente entre las manos.
El salón de los Estanislaos era el decorado perfecto para tener recogidos a los jóvenes, para que pudieran desarrollar sus inquietudes lúdicas relacionándose a la vez con los amigos bajo la mirada, siempre alerta, de los paladines de la Compañía de Jesús.
El salón de los Jesuitas era como una sala de juegos recreativos de barrio, pero sin fotografías de futbolistas ni almanaques de muchachas en bañador en la pared.
Allí reinaba la Purísima, el Corazón de Jesús y los religiosos, que sin grandes aspavientos, sin sermones desmedidos, actuaban sutilmente en la formación de los muchachos, en ese terreno donde no llegaban los padres ni la escuela. Aquel salón bendito de la calle Padre Luque era un comodín para nosotros, ya que nos permitía salir a la calle incluso cuando estabas castigado. Si le decías a tu madre que habías quedado con un fraile en los Jesuitas tenías siempre la puerta abierta.
Allí, desde los primeros años de la posguerra y a lo largo de casi tres décadas, los adolescentes disfrutaron del billar, del futbolín y del lujo que entonces representaba una gran mesa de ping-pong, una practica deportiva que no tardó en cambiar de nombre. En abril de 1944 la Delegación Nacional de Deportes decretó que el juego denominado hasta entonces ‘ping-pong’ se llamara en adelante tenis de mesa.
El nombre primitivo sonaba más a un juego infantil con aires orientales, mientras que el nuevo daba más la sensación de un deporte serio, tal y como pretendían las autoridades. En aquellos años de la posguerra, en Almería se jugaba poco al tenis de mesa, tan sólo en los esporádicos campeonatos que organizaba el Frente de Juventudes en el que participaban los jóvenes inscritos en sus centurias. Poco a poco se fueron incorporando al juego nuevas instituciones, destacando las congregaciones religiosas de los Luises y de los Estanislaos. En los años cincuenta la afición al tenis de mesa fue creciendo gracias a la apertura de nuevos locales donde los jóvenes podían practicar esta actividad.
Los escenarios más concurridos eran el salón de los Jesuitas ya mencionado y la sede del Frente de Juventudes en la calle del General Segura, enfrente del cine Hesperia. Por mayo, con motivo de los actos que se programaban para celebrar la semana de la juventud, se organizaban los campeonatos locales de tenis de mesa donde además de los equipos de las congregaciones religiosas y el del Frente de Juventudes, que nunca faltaban a la cita, tomaban parte jóvenes estudiantes representando a la Escuela de Formación, al Instituto y a Magisterio.
Entre los mejores jugadores que tuvo Almería en aquella época destacaron José García Jurado, Dionisio Godoy, Ángel y Rafael Gómez, Antonio López Cuadra, Antonio Viciana y Martín Ruiz Broncano, que ocupaban los primeros puestos en el escalafón del tenis de mesa provincial.
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