Los domingos que pasaban cosas importantes había que madrugar y un ambiente de movilización general se instalaba en la casa dejando un rastro de excepcionalidad en los pequeños detalles: el desayuno, el lavado de cara, la ropa, el ritmo de las frases.
Un domingo especial era el que íbamos a Granada a ver al hermano mayor que estaba allí estudiando o aquel domingo que por primera vez en nuestra vida viajamos para ver un partido de fútbol a Málaga, a Murcia, a Elche, que entonces casi siempre tenían equipos en Primera División.
En ese almanaque sentimental de domingos extraordinarios ocupaban una casilla de honor el domingo de nuestra primera comunión.
A lo largo de nuestra infancia la vida nos iba invitando a aceptar compromisos de forma irremediable. El primer compromiso que asumíamos era el de la escuela. Ir al colegio era dar un salto en tu propio proceso evolutivo, dejabas las faldas de tu madre y tus primeros juegos solitarios para emprender esa aventura que los maestros llamaban socialización.
El segundo compromiso, después de la escuela, era el de la primera comunión, que era como dar otro paso adelante, asumir que ya no eras el niño aquel que había que llevar de la mano hasta la puerta de la clase, que habías crecido no solo físicamente, sino también por dentro, que además de un cuerpo tenías un alma y estabas en condiciones de hablarle al Señor de tú a tú.
Recuerdo que los curas de mi época nos decían que la primera comunión era algo decisivo y que después de tomar el cuerpo de Cristo ya no volveríamos a ser los mismos porque ese compromiso que firmábamos con Dios era una obligación para toda la vida. A tu madre la podías engañar, le podías hacer creer que el niño bueno de la casa lo era también en la calle, aunque después te convirtieras en el mismo diablo, pero Dios no admitía mentiras, a él, que todo lo veía y que todo lo sabía, no le podías mentir si no querías pasar el resto de tu vida y la eternidad merodeando por los infiernos.
Ante este panorama la primera comunión se nos presentaba como un compromiso auténtico. Tal vez por esa responsabilidad yo no llegué a disfrutar de ese momento que la mayoría de los niños si supieron saborear. Pensaba que después de recibir la comunión me iban a vigilar desde el cielo, como si no tuviera bastante con mi madre, que estaba siempre al acecho para que no me torciera.
Esa posibilidad de cambio me asustaba, a mí y a muchos otros niños de mi calle que decidimos dilapidar la poca libertad total que nos quedaba y cometer todas las travesuras de nuestro amplio repertorio en los días previos a la comunión. Había que aprovechar el tiempo como el preso al que le conceden un permiso antes de regresar a los barrotes porque una vez que el cura nos dijera aquello de “el cuerpo de Cristo” y nosotros abriéramos la boca y lo recibiéramos en nuestro paladar, ya no habría marcha atrás, ya estaríamos conectados directamente con Dios, con el Niño Jesús, con la Virgen María y con todos los santos del calendario, que desde aquel día pasarían a formar parte de nuestra conciencia.
Aquel domingo de nuestra primera comunión te despertabas con una sensación de inquietud en el estómago como cuando ibas a jugar un desafío contra el equipo de otro barrio o cuando tenías que enfrentarte a un examen en el colegio.
Aquella mañana no podíamos desayunar porque había que ir en ayunas para recibir el cuerpo de Cristo. Ya en la iglesia nos encontrábamos con los compañeros del colegio, que así vestidos nos parecían auténticos desconocidos. Nadie parecía lo que era bajo aquellas ropas blancas y relucientes. Asistíamos nerviosos a la Misa y cuando se acercaba el instante de ir al altar a recibir la comunión, el miedo a equivocarnos, el temor a rozar la hostia con los dientes y masticarla, nos hacía temblar.
En el colegio de La Salle, al menos hasta los años sesenta, era costumbre que los niños que tomaban su Primera Comunión pronunciaran una frase que era el salvoconducto para su nuevo estatus de católicos. Decía así: “Renuncio a Satanás, a sus pompas y a sus obras, y prometo seguir fielmente a Jesucristo”. Los niños recitaban aquellas palabras sin saber lo que estaban diciendo; sí sabían más o menos quien era Satanás, del que habían oído hablar en alguna película, pero aquello de las pompas le sonaba a hueco ya que las únicas pompas de las que tenían noticia eran las de jabón que ellos mismos creaban con un canutillo de macarrón y un vaso de agua con unas gotas de detergente Gior.
Otros, los que no estábamos en colegios religiosos, comparecíamos ante el sacerdote aprendiéndonos de memoria el acto de contrición, que tampoco sabíamos que quería decir aquello, pero que sonaba a cosa seria e importante. “Señor mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero...propongo firmemente nunca más pecar, confesarme y cumplir la penitencia que me fuera impuesta. Amén”, y mientras recitábamos de carrerilla esta oración, por dentro se nos removía el alma y la conciencia, sabiendo que después, cuando ya hubiéramos colgado los hábitos y regresáramos a la libertad de nuestros pantalones cortos y a los amigos de la calle, volveríamos a pecar como antes.
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