Todos teníamos en la pared principal del comedor, alguno de aquellos cuadros de autor desconocido que representaban paisajes bucólicos con playas exóticas, lagos lejanos y montañas nevadas o jarrones de flores que nunca se marchitaban. Había quien llenaba las paredes de cuadros para decorar la casa y de paso esconder los desconchones de la pared antes de que se pusiera de moda el papel pintado que tantos defectos enmascaró en los hogares más humildes.
Los cuadros nunca se pasaban de moda porque nunca estuvieron de moda. Estaban allí, presentes, sin nadie que los mirara, y se iban haciendo viejos acumulando polvo en silencio mientras la vida iba pasando. Nacíamos entre aquellos cuadros insípidos cogidos con alcayatas que se convertían en testigos mudos de nuestra propia vida, desde que éramos niños hasta que un día dejábamos el hogar familiar. Volvíamos de la mili y aquellos cuadros ignorados seguían en el mismo sitio, como moluscos incrustados en la pared.
Los muebles no eran de temporada como lo son ahora ni los cambiaban las modas. Los muebles de antes eran imbatibles, lo resistían todo, el paso del tiempo, la humedad y los caprichos, por lo que se compraban con la esperanza de que duraran toda la vida. Los muebles se heredaban y pasaban de generación a generación antes de terminar en las manos de un anticuario.
Cada habitación tenía entonces su estética que afectaba directamente a los muebles y al decorado. En casi todas las casas, al menos en las que yo conocía en mi barrio, existía la costumbre de adornar los dormitorios con motivos religiosos.
En la pared, encima del cabecero de la cama, solía reinar el crucifijo con la figura de Jesucristo custodiando la intimidad de las parejas. Ya de niño solía preguntarme cómo lo hacían los matrimonios para inspirarse a la hora del amor teniendo encima la mirada del Señor que según nos contaban los curas todo lo veía. Era habitual también que en la mesita de noche se colocara un paño blanco y encima el pesebre con el niño Jesús, como si no tuvieran bastante con el crucifijo, y que en casos extremos se llegara a poner el cuadro de la Purísima para convertir el dormitorio en una auténtica capilla.
Las alcobas antiguas tenían sus armarios con grandes espejos, auténticos mastodontes donde los niños solíamos ocultarnos cuando jugábamos al escondite o cuando se nos ocurría practicar el espionaje y disfrutar del placer de ver sin ser vistos. Los armarios viejos olían a bolas de alcanfor y guardaban auténticos tesoros: aquella pelliza del abuelo que nunca más se usó y que los nietos utilizábamos a escondidas para disfrazarnos, o el uniforme de la mili del padre que por mucho que pasara el tiempo siempre olía a garita y a cuartel.
El mueble más importante de la alcoba era la cama de matrimonio, que a los niños nos parecía un transatlántico en medio de la noche. Al lado de la cama, colgando de la pared, aparecía la perilla para encender y apagar la luz, y debajo, para que no se viera, la querida escupidera, el orinal, que en aquellos tiempos era nuestro váter portátil. El uso de la escupidera era obligatorio ya que la mayoría de las casas tenían el cuarto de baño, por llamarlo de algún modo, en un habitáculo del patio. Levantarse de madrugada en invierno y cruzar el patio para orinar era un riesgo innecesario porque podías coger un enfriamiento. Para evitar esta aventura se recurría a aquella humilde escupidera blanca que se convertía en el tambor de la madrugada cuando el chorro golpeaba su superficie metálica, rasgando el silencio de los sueños.
La estética de las casas empezó a cambiar cuando llegó la televisión y el resto de los muebles pasó a un segundo plano. Teniendo una buena tele poco importaba ya el viejo arcón o el baúl centenario donde se guardaban las fotos sepias. La tele nos transformó por dentro y por fuera y para hacerla más acogedora, para integrarla definitivamente en el hogar, las madres solían decorarla con un tapete de ganchillo encima y alguna figura.
Coincidiendo con la democratización del televisor llegó la moda del papel pintado, que nos hizo más alegres nuestras aburridas paredes y le dio otro aire al decorado. El papel pintado entró en nuestras casas como un ciclón, transmitiéndose de boca en boca. Las mujeres iban a ver la decoración que había puesto la vecina y una semanas después nuestros hogares parecían tan cambiados que teníamos la sensación de estar estrenando una casa nueva.
El papel pintado cambió la estampa de nuestras viejas paredes desconchadas a las que una vez al año el ‘blanqueaor’ les daba una mano de pintura para combatir la maldita humedad. El papel, sembrado de colores, flores y estampados, llegó con la promesa de quitarnos la humedad y de cambiar el aspecto monótono de nuestras paredes, que se llenaron de vida para adaptarse a los nuevos tiempos.
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