Eran dos barrios distintos, aunque sus muros se mezclaran sobre las rocas del cerro que ascendía hasta la ermita de San Cristóbal. Eran dos barrios que se daban la mano aunque estuvieran separados por dos mundos distintos: el de San Cristóbal estaba marcado por la pobreza, por la extrema humildad de sus viviendas, por sus calles de tierra y polvo por donde jamás pasó la modernidad. El de las Piedras estaba más integrado en la vida de la ciudad, formando parte de esa colmena de callejones estrechos que se extendía al norte de la Plaza de Marín, entre la Hoya y la calle de Antonio Vico.
El barrio de San Cristóbal jamás conoció el asfalto y tuvo que vivir anclado en un aislamiento secular que tuvo que sufrir hasta que en los años noventa las palas empezaron a derribar sus viviendas. Su historia está llena de familias que nunca llegaron a conocer el agua potable en sus grifos y no tuvieron jamás el pequeño lujo de un cuarto de baño o al menos de un váter decente. Durante décadas, los vecinos de San Cristóbal vivieron con el agua que le daban los caños públicos que instaló el municipio en aquellos contornos.
Es difícil entender que en aquel terreno tan irregular y pedregoso, asomado al precipicio, vivieron cientos de vecinos que convirtieron aquel laberinto de cuestas de tierra y casas humildes en uno de los barrios más populares de la ciudad que lejos de esconder sus miserias las mostraba desde aquel balcón privilegiado.
Para descubrir la pobreza de la Chanca y sus cuevas había que ir allí y pisar de cerca el terreno. Sin embargo, para conocer las penurias de San Cristóbal era suficiente con levantar la mirada desde la Puerta de Purchena o desde cualquier rincón del casco histórico. Los viajeros que llegaban en barco al puerto, lo primero que veían antes de desembarcar, era la grandeza de la Alcazaba y sus murallas, la imagen del Corazón de Jesús dándoles la bienvenida y las casillas de San Cristobal precipitándose entre las piedras y las pencas.
Desde la distancia, las casas del arrabal parecían dados que habían quedado esparcidos sin orden sobre la ladera del cerro. Componían un suburbio en el mejor escenario de la ciudad, en un balcón que podría haber sido el mirador natural de Almería hace ya muchos años.
El barrio de las Piedras tenía un linaje distinto y guardaba historias de familias acomodadas que habitaron casas señoriales que fueron desapareciendo lentamente. Si hubo un barrio que recordara como debió de ser la ciudad antigua, ese era el de las Piedras, tan cargado de esa vida remota que se mantuvo intactas hasta hace apenas cuarenta años, cuando todavía era posible ver a los chiquillos jugando al dólar, a los petos o a la comba, o pararse con los vecinos que tomaban el fresco a la sombra que proyectaban las casas.
A los niños de alrededor nos gustaba perdernos por sus calles empinadas, llenas de sombras y sembradas de esquinas donde jugábamos al escondite. Nos gustaban los nombres de sus calles: Solano, Goya, Calabaza, Sol, Lirio, Belluga, Jorge Juan, Solano, Luzán, Covadonga, Jardín, Oro, Laurel, Platón...
Recuerdo la belleza del patio de la Calabaza, en el corazón del barrio de las Piedras. Era un escondite, una madriguera, un rincón agazapado entre la calle Calabaza y la de Goya, donde las viviendas se agrupaban como si fuera un enjambre.
Allí nació un personaje histórico de Almería, el practicante Santiago Vergara, que dejó una profunda huella en sus contemporáneos por ejercer su profesión con generosidad y valentía en días tan complicados como los de la epidemia de 1918, arriesgando su vida al límite para intentar salvar otras. En el patio de la Calabaza estuvo, ya en los años de la posguerra, la célebre carpintería de la familia Bisbal, donde se trabajaba la madera y por donde pasaba la vida del barrio.
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