50 años de aquella tarde tan amarga

La derrota deja una huella más profunda que el triunfo. Los que éramos niños hace cincuenta años y ya íbamos al fútbol, llevamos una herida que el paso del tiempo ha ido cerrando, pero que jamás podrá cicatrizar. Para muchos, fue nuestra primera gran decepción, la primera vez que lloramos por nuestro equipo y por toda esa gente con la que compartimos un sueño en aquel pobre y destartalado estadio de la Falange.

Fue la tarde del Almería-Córdoba, correspondiente a la vuelta de la eliminatoria de promoción a Segunda División de 1974. Aquel 16 de junio fue un domingo de un calor sofocante. No soplaba viento alguno y era difícil encontrar una sombra en el estadio. A pesar del sol, a las cuatro de la tarde, dos horas antes del comienzo del partido, las gradas ya estaban repletas. Como el acontecimiento había despertado tanta expectación, entre el club y el ayuntamiento habilitaron unos graderíos improvisados detrás de las porterías y pusieron sillas alrededor del terreno de juego. 

Más de diez mil personas se metieron en el viejo estadio, creando un ambiente impresionante, con esa presión que se necesitaba para intentar remontar el resultado de 3-1 que había conseguido el Córdoba una semana antes en el encuentro de ida. El Almería de 1974, dirigido por Ben Barek, era un equipo espléndido que había quedado segundo en la Liga tras el Recreativo de Huelva. Tenía futbolistas de gran categoría en todas las líneas: Murcia, un libre de mucha calidad, que sacaba el balón jugado desde atrás; Unamuno daba fortaleza al centro del campo, complementando la clase de Artero; en punta, el alma del equipo era Juan Rojas, que con su fútbol de extremo nato hizo grande a Antonio Belmonte, el rematador, como años después ocurrió con Gregorio, otro ‘9’ que vivió años de gloria en compañía del gran extremo almeriense. 

La eliminatoria estaba muy difícil, pero nadie había perdido la fe. Con el apoyo de la afición, y el factor campo, donde el terreno de juego de tierra perjudicaba claramente a un Córdoba acostumbrado al césped, se podía conseguir el milagro.  

El guion soñado empezó a cumplirse pronto: desde los primeros minutos el Almería controlaba el juego a base de fuerza y calidad, ante un rival impresionado por el ambiente y por el derroche físico del contrario. Belmonte y Unamuno igualaron la eliminatoria con dos tantos que llevaron la fiesta a las gradas y a veinte minutos del final del partido, Juan Rojas ponía momentáneamente al Almería en Segunda, con un gol magistral. A partir de ese momento el público presenció el partido de pie. Nadie pudo volver a sentarse debido a la tensión.

El ascenso se acariciaba con las manos y esa posibilidad, que parecía imposible antes de empezar, generó una mutación extraña: de repente, la presión pasó a ser del Almería, que se vio tan cerca del éxito que supo como digerirlo. Llegaron los nervios, los fallos y las suspicacias. Un error del portero Aramayo dio origen al gol cordobesista en el minuto 80, que dejaba igualada la promoción. El tanto de Manolín Cuesta fue una losa y provocó una prórroga dramática. En los minutos de descanso, antes del comienzo de los treinta minutos de alargue, se podía respirar el miedo que se había instalado en el ambiente. Ya no existía la euforia contagiosa en las gradas. La gente se temía lo peor y los jugadores del Almería descansaban, tirados sobre la tierra, con las caras desencajadas. Más que el esfuerzo físico y el calor, era el gol postrero del Córdoba el que había acabado con el hechizo. La prórroga fue un calvario. Volvió a marcar el Córdoba y la afición, llorando, abandonó el campo pensando en lo que pudo haber sido y no fue. La frustración de la derrota provocó la marcha de Ángel Martínez, que dejó la presidencia, y abrió una nueva etapa, la de Antonio Franco Navarro.