Ahora que todo el mundo viaja de forma compulsiva, ahora que el sueño de ricos, medianos y pobres es irse donde sea, a ser posible lo más lejos que se pueda en un avión y grabar en video hasta las veces que va al váter para que los amigos y los enemigos sepan que estás viajando, ahora que el planeta se ha quedado sin rincones solitarios y en cualquier paraíso corres el riesgo de cruzarte con el vecino de enfrente de tu calle esperando en una cola para ver un monumento, uno se acuerda de aquellos años de la niñez cuando nadie viajaba y cuando le colgábamos el cartel de viaje a montarnos en el coche con la familia y pasar el día en cualquier pueblo de la provincia. Entonces importaba más el camino que el destino y en el trayecto íbamos parando para estirar las piernas, para comernos el bocadillo, para darle patadas a una pelota en la primera rambla abandonaba que nos encontrábamos.
Viajar era salir de la rutina, subirse en el coche y cambiar de aire. Aquel concepto de viaje alcanzaba su máxima expresión cuando íbamos a Granada o a Murcia, que entonces eran destinos más cercanos para los almerienses que Málaga, sobre todo porque la carretera de la costa era una auténtica odisea y para llegar aunque solo fuera a Adra había que jugarse el tipo entre curvas y carreteras tercermundistas.
En Almería se solía viajar a menudo con el pretexto del fútbol. De vez en cuando se organizaban viajes a provincias cercanas para ir a ver al Real Madrid cuando el Granada, el Murcia y el Elche eran inquilinos habituales de Primera División. Aquellas expediciones se hacían eternas y había que salir de madrugada para llegar con tiempo de sobra a la hora del partido.
En aquellos tiempos no existía la obsesión por viajar que padecemos ahora. Un viaje era algo tan excepcional que cuando un amigo de nuestra calle se iba a pasar un mes de veraneo a otra ciudad distinta o al pueblo donde tenía familia, cuando regresaba venía rodeado de un halo de aventura que lo convertía en un personaje más atractivo para nuestros ojos. Recuerdo aquella pareja de hermanos del barrio de la Almedina que un verano se fue a Alemania donde el padre estaba trabajando. Se fueron cuarenta días, pero la espera se nos hizo eterna a los que seguíamos aquí y contábamos las horas que faltaban para su regreso como si hubieran ido a descubrir el mundo y nos trajeran la experiencia de una conquista. Cuando por fin llegaban a Almería eran recibidos como dioses y los otros niños los mirábamos con admiración y nos pasábamos las horas muertas escuchando todas aquellas historias que habían vivido en un país tan lejano y tan distinto al nuestro. Nos hablaban de las muchachas que eran eran más atrevidas que las niñas de nuestra calle, además de más altas y más rubias. Nos hablaban de que nuestros maltrechos solares donde jugábamos al fútbol allí eran campos de hierba y que en los kioscos, junto a la prensa del día, allí podías encontrar las revistas de desnudos que aquí negociábamos a escondidas.
Nuestros viajes eran solo de domingo. Íbamos al poblado del Oeste de Tabernas a jugar a los pistoleros, a coger caracoles a los llanos de el Alquián y si era un día señalado al nacimiento del agua, allá por la sierra, donde nos refugiábamos las familias almerienses que huíamos de la playa.
Los niños que más viajaban entonces eran los que se apuntaban a los Boys Scouts o estaban inscritos en la OJE, que disfrutaban de los campamentos y de la libertad que suponía salir de la vigilancia de tus padres por unos días. Había muchachos que no tenían ninguna oportunidad de ver mundo, aunque fuera ese mundo tan cercano y familiar que podías encontrar en cualquier rincón de la provincia. Había muchachos que la primera vez que viajaban de verdad era el día que se montaban en la Alsina o en el tren para irse al servicio militar. Se decía entonces que una de las cosas buenas que tenía la mili era que te servía para ver mundo y para espabilarte.
Otra buena cortada y a veces la única para poder hacer un viaje era casarse. En los años sesenta se democratizó lo del viaje de novios, un lujo que durante décadas había sido patrimonio de las parejas pudientes. De pronto, uno de los grandes alicientes del matrimonio era disfrutar de la aventura de pasar unos días fuera, en un buen hotel, con todo pagado y sin otra ocupación que pasear, comer y consumar el sexto sacramento.
Cuando la pareja de recién casados regresaba lo hacía cargada de regalos para toda la familia, casi siempre de objetos inútiles que recordaban el lugar donde habían estado pasando aquello que antes se llamaba la luna de miel.
Los viajes también llegaron a la enseñanza y en los años setenta no había un solo instituto en Almería donde al acabar el Bachillerato no se organizara el reglamentario viaje de estudios. Aquello sí que era un experiencia, adolescentes solos sin la vigilancia de los padres compartiendo la edad de oro de los abrazos. Lo de menos era el lugar donde ibas.
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