Empecé a entender aquello de la brecha generacional la tarde del verano del 74 en que mi vecina ‘Maringracia’ estrenó una espectacular mini falda que se había comprado en la sección de últimas tendencias de La Sirena y se paseó por el barrio como una diosa, ajena a las miradas inquisidoras que se preguntaban dónde íbamos a llegar.
Los mayores no entendían ese derroche de libertad de una adolescente de buena familia, pero nosotros, los niños de entonces, no solo la comprendíamos sin reproches, sino que la adorábamos y la seguíamos por las calles, siempre a una distancia prudente, mirando al cielo y pidiendo al divino Eolo que le levantara un palmo la ropa. Bendito poniente que nos ponía en bandeja aquellas piernas de una juventud insultante doradas con un moreno de terrao recién conquistado.
Todo el mundo habló de aquellas minifaldas durante aquel verano, como si la pobre muchacha se hubiera condenado para la eternidad. Aquella ropa atrevida, que nos trajo una de las primeras revoluciones de verdad que conocimos, le ocasionó serios problemas familiares a la adolescente, que según se comentó en aquellos días estuvo varias semanas sin hablarse con su padre.
Fue entonces cuando empecé a entender que lo de la brecha generacional iba en serio y que se trataba de un problema que no tenía solución, porque entre nuestros padres y nosotros no había solo la diferencia natural que imponen los años, nos separaban dos mundos completamente distintos. Ellos habían sido niños y jóvenes de la guerra que habían tenido que madurar entre las estrecheces de la posguerra y los miedos, sin otra oportunidad en la vida que sobrevivir a base de esfuerzo y trabajo.
Nosotros, sus hijos, los del Baby Boom, conocíamos el hambre de oídas y de las guerras solo sabíamos lo que nos contaban las películas. Mientras que nuestros padres trataban de inculcarnos sus reglas y batallaban porque fuéramos hombres de provecho, personas como Dios manda, y supiéramos aprovechar la oportunidad que nos daban gracias a su esfuerzo, nosotros fuimos creciendo con otra mirada, que muchas veces chocaba con la de nuestros progenitores. Llegamos a las puertas de la adolescencia teniendo que derribar viejos fantasmas. La melena, la ropa, la música, el amor, todo lo que nos separaba de nuestros padres nos identificaba como generación.
Uno de nuestros principales tesoros, que considerábamos innegociable, era el tiempo libre, que para nuestros padres era una forma de perder el tiempo. Ellos habían tenido que trabajar como hombres desde que eran niños, y nosotros aspirábamos a alargar nuestra infancia y a eternizar la adolescencia hasta el límite, a veces haciéndole regates inverosímiles a las obligaciones que tanto nos perturbaban.
La brecha generacional empezaba por la cabeza. Dejarse la melena era una conquista, un paso adelante para el adolescente en la rígida disciplina de las casas. Llevar melena era tener mala pinta y cuando alguno de nuestros hermanos llegaba a la casa con un amigo que llevaba el pelo más largo de lo habitual se disparaban las alarmas de urbanidad y escuchábamos aquella cantinela tan repetida del dime con quién andas y te diré quién eres o aquél discurso donde un padre acababa diciendo: “Si fuera hijo mío no lo dejaba entrar en mi casa. A ese lo que le hace falta es una mili. Yo cuando tenía su edad llevaba ya diez años trabajando”.
Chocábamos con los mayores en casi todo, hasta en el fútbol. Si nos pasábamos el día sentados en un tranco, malo, pero si corríamos detrás de un balón era peor aún y no tardaban en decirnos aquello de “el fútbol te va a dar a tí de comer”.
Y que decir de la música. Los padres no entendieron nunca a los Beatles ni a los Deep Purple, era natural, acostumbrados a los pasodobles y a las coplas donde los artistas cantaban “en cristiano”, pero en mi casa mi padre tampoco se quedó muy satisfecho aquella tarde en la que entró en mi cuarto alarmado por una canción de Paco Ibáñez que tenía puesta en el cassette. Me miró alarmado y me dijo: “cómo puedes escuchar eso, parece que se está muriendo”.
Si era complicado entendernos en asuntos de imagen y de gustos, mucho más lo era en el amor. Nuestros padres nos hablaban constantemente de la importancia de la formalidad y nos advertían de que si estábamos con una muchacha que fuéramos en serio, que no la hiciéramos perder el tiempo. Ellos concebían la relación con una formalidad absoluta de noviazgos largos y rigurosos que culminaban irremediablemente en el matrimonio, a veces por el conducto reglamentario y otras porque no había más remedio.
Nosotros, por el contrario, supimos que no había que correr tanto, que lo del amor eterno quedaba muy bien en las canciones y que aquello de esperar al matrimonio para conocerse de verdad era del siglo pasado.
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