Cada mañana, después del café, se refugia en el despacho familiar, frente a la iglesia del Corazón de Jesús. Es un piso con cierto aire de oficina antigua, en la primera planta de uno de los primeros edificios que construyeron en el barrio en los años desenfrenados del desarrollismo.
El piso se levantó sobre el solar de la casa de su abuelo, una manzana de viviendas llena de historia que acogió bajo sus muros las dependencias de la ‘Gota de Leche’, una asociación benéfica que en los años de la Guerra Civil se encargaba de prestar asistencia a menores de diez años con problemas de desnutrición. En los años cincuenta, aquella vieja mansión del abuelo fue la sede del Gobierno Militar antes de su traslado al Cuartel de la Misericordia.
Cada mañana, después de desayunar, Manuel acude a su oficina para no perder la rutina que ha venido manteniendo durante cincuenta años. En el despacho conserva un escritorio de madera que heredó de su abuelo materno. Es una joya, una pieza de coleccionista, una de esas mesas que te invita a trabajar y que te transporta un siglo atrás, cuando sobre ella se gestaban grandes negocios. Los recuerdos de su familia están tan presentes que forman una atmósfera que te envuelve nada más entrar. El tiempo ha ido pasando, pero las historias familiares siguen llenando la casa de vidas.
Manuel Cuesta González nació el ocho de abril de 1934 en la finca familiar de Villa María, en la ladera de la Molineta, en la subida que va desde la Cruz de Caravaca hasta el cerro. Era el tercer hijo del matrimonio formado por Antonio Cuesta Moyano y Carmen González Montoya. Su padre había sido un militar destacado en África, pero acababa de dejar el ejército, acogiéndose a la reforma aprobada por Manuel Azaña en los primeros meses de gobierno republicano. Su madre pertenecía a una de las familias más notables de la aristocracia almeriense: era hija de Antonio González Egea, terrateniente y banquero.
En aquella finca de retiro de La Molineta vino Manuel al mundo. El parto se presentó sin grandes avisos. Aquella mañana la madre estaba ocupada en la cocina, gestando una suculenta sartén de croquetas para el almuerzo, cuando de repente el niño decidió que había llegado su hora. Hubo que llamar a toda prisa al doctor, don Serafín Torres, que era el médico de confianza de la familia, y poner en alerta a la comadrona. Rondando el mediodía, Manuel Cuesta González hizo su aparición, rebosando salud y llenando de felicidad la hacienda.
Aquella primavera de 1934 llegó agitada, no solo por el tiempo, sino por la inquietud social que se respiraba en las calles. Los problemas golpeaban a la República y era complicado tener dos días tranquilos. En Almería, la ciudad se debatía entre la esperanza por la noticia de la posible reapertura del mercado norteamericano para nuestras uvas, y la incertidumbre por la situación que se vivía en el Ayuntamiento, donde el Gobernador civil, Hernández Mir, acababa de suspender en sus funciones al alcalde, Sánchez Moncada y a dos concejales por haber incurrido en el delito de desacato.
De aquellos días de la República Manuel no pudo guardar nada en la memoria, solo las historias que después le contaron sus padres. Sus primeros recuerdos se remontan ya a los años de la Guerra Civil. Son recuerdos prematuros, cuando el niño no tenía más de tres años, pero tan intensos que se le quedaron grabados para siempre a pesar de su corta edad. Nunca podrá olvidar el día en que tuvieron que abandonar la casa de la finca de Villa María.
Una tarde de aquel caótico verano de 1936 se presentó en el cortijo un grupo de marineros del acorazado de la Armada española ‘Jaime 1º’, que en el mes de agosto había llegado al puerto de Almería para levantar los ánimos de la población y mostrar su apoyo firme a la República. La comitiva actuó sin contemplaciones: penetró en la finca a la fuerza y expulsó a sus propietarios con un único argumento, diciendo: “Esto es nuestro”.
Unos días antes, la familia ya había sufrido la visita de los milicianos, que entraron en el cortijo como si estuvieran en su casa y se llevaron los dos coches que tenían en el garaje: un Buik que pertenecía al abuelo materno, Antonio González Egea, y un Citroën Pato, propiedad del padre, Antonio Cuesta Moyano. Del Citroën no volvieron a tener noticias, pero sí supieron el destino del Buik del abuelo, que terminó precipitándose por un puente cerca de Laujar, en un accidente en el que perdió la vida su conductor, el mismo que se lo había llevado de la finca.
Aquellas escenas de los hombres armados entrando con violencia en la morada familiar dejó una profunda huella en Manuel. Todavía puede ver con nitidez, como si estuviera ocurriendo ahora, la imagen de sus padres recogiendo lo poco que pudieron llevarse y abandonando con más impotencia que miedo el que había sido su hogar. Caminando recorrieron las calles de la ciudad. Ya se había hecho de noche y por miedo a sufrir alguna otra represalia buscaron un refugio en un portal que encontraron en la calle Alcalde Muñoz y allí pasaron la madrugada.
A la mañana siguiente continuaron la marcha hasta llegar a una casa familiar que tenían en la calle Rueda López, enfrente de la vivienda del arquitecto Guillermo Langle. De aquella primera experiencia lejos de la finca de Villa María, Manuel conserva el recuerdo del refugio que Langle se había construido en el sótano de su vivienda, un refugio particular que cruzaba la calle de una acera a otra y que acabó convirtiéndose en la madriguera de toda la vecindad. Cuando sonaba la sirena, alertando a la población de un bombardeo, toda la familia buscaba las entrañas de la tierra para protegerse. Para Manuel, que solo tenía cuatro años, aquellas escaramuzas tenían la emoción de los juegos infantiles.
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