Los 90 años de Manolo Cuesta (2)

En la guerra contrajo la enfermedad de la poliomielitis, que le dejó huella en un pie

Manolo Cuesta, con 8 años, junto a la empleada de hogar María Porcel. Llevaba un ojo herido por un accidente.
Manolo Cuesta, con 8 años, junto a la empleada de hogar María Porcel. Llevaba un ojo herido por un accidente. La Voz
Eduardo de Vicente
20:02 • 11 jun. 2024

La Guerra Civil seguía adelante y la ciudad se movía entre el miedo y la incertidumbre. La pérdida del cortijo de Villa María dejó una herida profunda en la familia de Manuel Cuesta González. Habían sido expulsados de su casa, le habían arrebatado un trozo de la propia historia familiar. 



El cambio de vivienda también fue traumático para los hijos. Manuel y su hermano José Antonio, cuatro años mayor que él, cayeron enfermos de poliomielitis al poco tiempo de llegar a la ciudad. Tal vez, esa situación de aislamiento en la que vivían en la finca de la Molineta los hizo más vulnerables cuando empezaron a tener un contacto más estrecho con otros niños. 



A los pocos meses de que la familia se instalara en la casa de la calle Rueda López, Manuel y su hermano mayor se vieron atacados por la enfermedad. Al miedo de la guerra, al miedo de las bombas, al miedo de la incertidumbre vital del día a día, se unía ahora el temor a ese enemigo invisible que dejaba malheridos a los niños. 



Manuel fue el más afectado, ya que en unas semanas perdió la motricidad corporal y se le olvidó a andar. De pronto, era como regresar dos o tres años atrás, a los días en los que apoyado en la mano de su madre intentaba dar los primeros pasos harto ya de gatear. Había perdido la coordinación en las piernas y apenas podía encadenar dos pasos seguidos.  Como la medicina no tenía soluciones ni los médicos sabían cómo combatir la enfermedad, su madre decidió llevarlo al balneario de Alhama, que gozaba de una fama reconocida por las propiedades curativas de sus aguas. Para la familia suponía un gran sacrificio y un riesgo aquellos viajes hasta Alhama en plena guerra, pero merecía la pena la aventura si el niño sanaba. Manuel se pasaba las tardes con los pies sumergidos en las termas y el remedio fue efectivo, porque poco a poco fue recuperando la movilidad hasta que pudo andar casi con la misma firmeza que lo hacía antes del ataque de polio. La enfermedad le dejó una secuela en el pie derecho casi imperceptible, apenas cojeaba y lo único que se le notaba era un andar distinto que no le impedía jugar con los otros niños.



Eran los últimos meses de la guerra y la población había ido perdiendo el miedo a los bombardeos, que ya parecían un suceso lejano. Manuel y sus amigos correteaban a sus anchas por el Paseo, como si estuvieran en el patio de su casa. En una de aquellas tardes de juegos, un accidente estuvo a punto de truncarle la vida. Mientras cruzaba el Paseo detrás de una pelota, a la altura donde años después construyeron el Hotel Costasol, el niño no vio la llegada de un camión. El  conductor, para no matarlo, tuvo que dar un giro brusco de volante, estrellando el vehículo contra un kiosco. A pesar de la maniobra, Manuel fue arrastrado varios metros por el asfalto, dejándole el cuerpo despellejado. Aquel percance le dejó herido durante varias semanas y una piedra incrustada en la frente para toda la vida, como si fuera la cicatriz de una batalla.



No fue el único accidente que marcó su infancia. Cuando tenía ocho años estuvo a punto de perder un ojo mientras jugaba en la finca que su familia tenía en Abla. Manuel estaba jugando con un martillo de los que se utilizaban para herrar las caballerías, dándole golpes a una piedra. En una maniobra desgraciada, le saltó una esquirla de hierro y se le introdujo en el ojo, perforándole la pupila. Inmediatamente fue trasladado a Almería donde fue atendido por el prestigioso oftalmólogo Antonio Fornieles Ulibarri, con el que la familia Cuesta González mantenía una estrecha relación por haber compartido el mismo edificio durante años en el número 51 del Paseo del Príncipe. La figura del oculista fue fundamental para que Manuel no perdiera la vista tras el accidente. Estuvo a su lado durante la operación de urgencia que hubo que hacerle en Madrid, ya que en Almería no disponían del aparato necesario para extraerle la esquirla del ojo, un electro imán gigante que solo estaba al alcance de las clínicas más importantes. Nunca podrá olvidar aquel viaje épico en tren y el momento en el que tumbado en el quirófano le pincharon en frío sobre la pupila y le extrajeron el trozo de hierro.



El accidente del ojo también le dejó secuelas de por vida y marcó aquellos años de infancia. Sus padres, en su afán de proteger al máximo al niño, decidieron que dejara el colegio de la Salle, donde estudiaba desde 1941, y pusieron su educación en manos de profesores particulares. Después de estudiar por libre, con maestros que iban a su casa a instruirlo, Manuel Cuesta ingresó en el Instituto de la Plaza de Santo Domingo en 1947, con trece años de edad. Allí coincidió con profesores de la talla de Francisco Saiz Sanz, Ignacio Cubillas e Isabelita Rabel, entre otros. Allí conoció la fuerza del grupo en los años de la adolescencia y allí saboreó el placer prohibido de las gamberradas infantiles, que culminaron una mañana en la que le colocaron un petardo debajo de la mesa a la profesora de Griego, que acabó en el suelo con el susto metido en el corazón. 



Las amistades que se forjan en la adolescencia no se olvidan jamás y suelen permanecer firmes a lo largo de la vida. Manuel formaba una pandilla inquebrantable en la que estaba Juan José Rueda, nieto del fundador del periódico La Crónica Meridional, Francisco Rueda López. Compartían una relación que se había gestado desde que eran niños y jugaban juntos en la calle. En ese grupo estaba también Claudi Bicet, hijo del vicecónsul francés en Almería, y director del embarcadero de mineral de la playa de San Miguel. Claudi era un atleta que jugaba como nadie al baloncesto y que provocaba la admiración de los jóvenes cuando se subía a la cuchara del Cable Francés y se lanzaba al mar ejecutando a la perfección el salto del ángel. Ese cuarteto de amigos, conocido como los cuatro piratas, lo completaba José Manuel Die, hijo de un ilustre notario de la ciudad.


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