El viejo tren del puerto se convirtió en el aliado de María José Rapallo y de Manuel Cuesta, que aprovechaban esos segundos en los que los vagones se cruzaban entre ellos y la ciudad para cogerse de la mano e imaginar que por unos instantes estaban solos en el mundo. Así fue, entre paseos inocentes y guateques formales con el magnetofón de los Navarro Moner, como María José y Manuel iniciaron una historia de amor que ya no tuvo marcha atrás.
Fueron seis años de novios hasta que el doce de junio de 1961, contrajeron matrimonio en el santuario de la Virgen del Mar. El acontecimiento levantó tanta expectación que en la Plaza de Santo Domingo no entraba un alfiler y fueron cientos los curiosos que se congregaron en el Paseo para ver llegar a la novia al Casino, donde se celebró el convite. Hasta las empleadas de la fábrica de perfumes Briséis le pidieron permiso al dueño, don Eusebio López, para salir antes del trabajo y asistir de lejos a la boda.
El nuevo matrimonio disfrutó de un viaje inolvidable de dos semanas. Cuando regresó, la pareja se instaló en un chalé familiar que había construido el arquitecto Fernando Cassinello en lo que entonces se conocía como zona norte de la Salle, un barrio en plena expansión que a comienzos de los años sesenta empezó a transformar en ciudad los solares de lo que había sido la vieja Huerta de Azcona.
Cuando Manuel Cuesta y María José Rapallo llegaron al barrio, todavía no habían levantado los grandes bloques de edificios que lo urbanizaron después y el lugar conservaba una parte de esa atmósfera rural que le daba la presencia de los últimos rescoldos de una vega en retirada. Para poder acceder a la vivienda fue la propia familia Cuesta la que se encargó de construir la calle, bautizada finalmente con el nombre del escritor Azorín.
Su matrimonio coincidió con los años dorados de su vida laboral. Después de concluir sus estudios de Derecho en la Universidad de Granada, Manuel Cuesta había emprendido la aventura de una fábrica familiar dedicada a las conservas de pescado. Contó con la colaboración de un socio, Antonio García, que había conseguido los permisos para poder abrir la factoría. La licencia llevaba consigo la subvención por parte del Estado del aceite de oliva que se utilizaba para la conservación y de la hoja de lata con la que se elaboraban los envases.
El lugar elegido para levantar la empresa fue la Carretera de Málaga, a la salida de la ciudad hacia Aguadulce, muy cerca del bar ‘El Puente de Hierro’. Para hacerla realidad la familia Cuesta tuvo que vender varias propiedades rústicas y así hacer frente a los más de tres millones de pesetas que costó el montaje, todo un capital en aquella Almería de mediados de los años cincuenta. Hubo que comprar el solar, construir las naves, adquirir una caldera que tuvieron que buscar en el pueblo granadino de Castril, en una industria maderera, las mesas de mármol para el manipulado del pescado y formar una gran plantilla de trabajadores que en los tiempos de mayor apogeo de la industria llegó a tener a ciento treinta obreros, la mayoría mujeres dedicadas al envasado del pescado.
El nombre de la fábrica, ‘El Morato’, fue en honor del socio, Antonio García, miembro de una célebre familia del barrio de Pescadería a la que se conocía en el apodo de ‘los Moratos’. Las latas de sardinas, melva, caballa y anchoas que salían de la fábrica de Almería llegaban a todos los rincones del país, siendo sus mercados principales el de Madrid y Barcelona. La elaboración requería de un proceso artesanal que estaba dirigido por un maestro del oficio que trajeron de Vigo. Se llamaba Celso Santomé Moreira y conocía todos los secretos para la conservación del pescado.
Conservas ‘el Morato’ no fue solo una fábrica de pescado. También funcionó como una empresa constructora que la familia Cuesta creó para intentar aprovechar el auge urbanístico de aquellos años. La vieja Almería de calles estrechas, de barrios de viviendas obreras de puerta, ventana y ‘terrao’, con sus hermosos edificios burgueses del Paseo que nos contaban el esplendor de otros tiempos, tenía sus días contados y una nueva concepción del urbanismo, basada en la construcción vertical para una mayor rentabilidad del espacio, empezaba a levantar sus cimientos.
La empresa constructora de la familia Cuesta, rebautizada después con el nombre de INCUSA (inmobiliaria Cuesta Sociedad Anónima), construyó las ochenta viviendas que transformaron la Huerta de Azcona en un barrio del centro de la ciudad y el primer piso de gran altura que se levantó en el Paseo.
Otro de los grandes proyectos que abordó la constructora de los Cuesta fue levantar un gigante de diez plantas con setenta y dos viviendas sobre otro antiguo terreno de vega de la Huerta de Azcona, en la calle Hermanos Pinzón. Para hacerlo realidad la empresa apostó de nuevo por el arquitecto Fernando Cassinello, con el que se había establecido una estrecha colaboración.
El edificio, bautizado con el nombre de Azorín, crecía sin contratiempos, hasta que llegó la tragedia, aquel quince de septiembre de 1970. En aquellos días, Manuel Cuesta González, máximo responsable de la empresa constructora junto a su hermano José Antonio, se encontraba pasando los últimos días del verano en la finca familiar de Santillana, entre Abla y Ohanes.
El recuerdo del instante en el que le dieron la noticia ha pesado sobre su vida como una losa y ha estado presente en cada instante de su existencia. En aquel momento, Manuel estaba dando un paseo en compañía de su esposa, cuando a lo lejos vio aparecer el coche familiar, un Seat 124 de color verde que conducía Francisco López, el chófer de sus padres, que acaba de llegar de Almería. Cuando se encontraba a pocos metros de distancia de la pareja, el conductor se bajó del vehículo y con la voz tomada por el dolor pronunció la frase fatídica: “El edificio Azorín es un montoncico de escombros”. Eran las cuatro de la tarde y la luz del sol se apagó en la casa de los Cuesta.
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