El 25 de octubre de 1940, la autoridad municipal concedió el permiso para que el colegio de La Salle fuera habitado. Empezaba así la vida de un centro educativo cuya historia se remonta a los años de la República, cuando en el mes de julio de 1935, la sociedad ‘La Instrucción Pública’ obtuvo la licencia de obras para poder transformar el edificio que se había construido para ser el cuartel de la Guardia Civil en un colegio.
Los trabajos que tenían que convertir el cuartel en un centro de enseñanza se pusieron en manos del contratista Miguel del Águila bajo la dirección del arquitecto Guillermo Langle. El proyecto era ambicioso. Se trataba de poner en funcionamiento el colegio más importante de la ciudad, al menos en cuanto a sus dimensiones y al número de alumnos y profesores a los que iba destinado. El lugar elegido era idóneo. El edificio contaba con la extensión suficiente para formar un pequeña ciudad a extramuros y tenía a su favor un factor importante: estaba a cinco minutos del centro pero a la vez disfrutaba de esa situación de aislamiento que le concedía la presencia de la Rambla, que en 1935 separaba como una frontera dos mundos distintos: el urbano que representaba la ciudad y el rural que empezaba en la vega.
Aquel edificio enorme, con vocación original de cuartel, que estaba situado en el andén de levante de la Rambla, concretamente en el denominado Malecón de Abellán, tenía que reconvertirse en centro educativo. El proyecto de Langle contemplaba un gran comedor con capacidad para doscientos cubiertos y tres comedores secundarios: uno para la servidumbre, otro para los profesores y un tercero reservado para las visitas de los forasteros, sobre todo para las familias que se tenían que desplazar desde los pueblos para visitar a sus hijos que estaban internos en el colegio.
En la planta superior, el arquitecto diseñó tres grandes naves para dormitorios, con cuarenta y cinco camas cada una. Además, el colegio ofrecía en su plano primitivo, una capilla con sacristía, una enfermería, quince salas destinadas a clases, un salón de música, un laboratorio para Química y otro para Física, un espacio principal para que sirviera de museo y una sala de profesores, al margen de cuartos de baño y aseos colocados en puntos estratégicos del edificio.
Todos los esfuerzos para poner en marcha el colegio se vieron truncados por la guerra civil, aunque no minó la moral de los hermanos de La Salle, que en julio de 1939, cuatro meses después de terminar la guerra, volvieron a la carga al frente del Hermano Gabriel Jesús, que se presentó personalmente en el Ayuntamiento para que le dieran el permiso para poder reanudar las obras.
El director del colegio quería empezar a funcionar cuanto antes. Su idea era que las clases se iniciaran para el curso siguiente, en el verano de 1940. A la hora de retomar los trabajos de reforma, los frailes se encontraron con un problema con el que no contaban: el gran patio del edificio se encontraba completamente invadido por montones de tierra y escombros procedentes del refugio que se había construido allí en la guerra. Poner en valor el patio, que estaba llamado a convertirse en alma del colegio, requería un importante esfuerzo humano y de recursos económicos que no estaban contemplados en el presupuesto inicial. Había que retirar setecientos metros cúbicos de tierra y además transportarlos, lo que suponía una inversión de cerca de cuatro mil pesetas.
Ante este contratiempo, el Hermano Gabriel Jesús le pidió ayuda al Ayuntamiento para que al menos costeara el desescombro, pero el entonces alcalde, Vicente Navarro Gay, denegó la petición al no existir consignación en el presupuesto municipal. A pesar de tanta adversidad, los frailes siguieron trabajando y por fin, a comienzos del otoño de 1940, pudieron habitar su nuevo colegio.
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