La corrida de Luis el de los Perros

En la Feria de 1959 el popular personaje callejero hizo de torero en un festejo menor

Luis el de los Perros, con frac y chistera, tras el ‘diestro’ Juan el Paella. Agosto de 1959.
Luis el de los Perros, con frac y chistera, tras el ‘diestro’ Juan el Paella. Agosto de 1959. La Voz
Eduardo de Vicente
22:02 • 01 jul. 2024 / actualizado a las 22:03 • 01 jul. 2024



Fue su tarde de gloria: él, Luis el de los Perros, el holgazán oficial de la ciudad, el vagabundo más reconocido, el filósofo de los bancos del Parque, vestido con frac y sombrero de copa haciendo el paseíllo y saludando a la afición que llenaba la Plaza de Toros en un día de Feria.






En los carteles, Luis el de los Perros formaba parte de la segunda sesión de la corrida en honor de la mujer almeriense que abría los festejos taurinos el 25 de agosto de 1959. Los organizadores quisieron rematar la novillada con dos figuras representativas de la Almería más popular de aquel tiempo: Juan ‘el Paella’, un  mítico camarero del Casino que era un maestro reconocido dando pases de pecho con la bandeja llena de cafés, y el bueno de Luis haciendo las labores de peón del improvisado diestro.






La faena transcurrió sin sobresaltos y con mucho cachondeo,  hasta que a la hora de la verdad, cuando ‘el Paella’ tenía que rematarla entrando a matar, dijo que lo matara el otro, y allí surgió la figura descomunal de Luis el de los Perros para demostrarle a todos los almerienses que a holgazán no había quien le ganara, pero tampoco se quedaba a atrás en cuestiones de honor y valentía.






Cuando Luis encaró el lance de la suerte suprema sufrió un percance al rozarle el estoque la pierna, resultando herido y teniendo que ser retirado en brazos a la enfermería como los grandes toreros. Toda la afición, puesta en pie, despidió al valeroso novillero del frac que con el miedo en el cuerpo se encomendaba a todos los santos pensando que aquel rasguño le iba a costar la vida. Cuentan que cuando el cirujano de la Plaza, el doctor Artés, fue a curarlo, antes de limpiar la herida tuvo que abrirse paso entre la roña dándole una buena refriega con agua y jabón, que eran más necesarios en aquellos momentos que los cuidados médicos.

Aquel percance agrandó un poco más la leyenda de Luis Méndez, que cuando se repuso del incidente volvió a las calles con una aureola de héroe que conservó hasta el último día de su vida y que le sirvió para ser uno de los personajes de moda de Almería.


Luis el de los Perros llegó a ser más conocido que cualquier alcalde. Era un vagabundo con alma de cómico y espíritu indomable, un rebelde que disimulaba sus penas repartiendo  alegrías. Cuando la vida le daba un golpe se levantaba deprisa, se sacudía el polvo y miraba hacia otro lado como si nada hubiera pasado.

Era el caballero andante, el hombre que se creó su propio personaje amaestrando perros callejeros y llevándole tabaco a los que eran más pobres que él. Los sábados por la tarde se le podía ver por las carretera de Los Molinos, camino del Manicomio, donde repartía los cigarros a los internos que lo esperaban al otro lado de la tapia. Otro día pasaba por el Hospital cargado de Celtas Cortos para los viejos del Asilo y en un descuido, cuando las monjas no vigilaban, compartía las caladas y su soledad  con aquellos ancianos moribundos.


Su nombre artístico era Luis el de los Perros y el verdadero, el que figuraba en los papeles oficiales, Luis Méndez Cañadas. Había nacido en una casa de la Carretera del Duende, cerca de lo que hoy es la Calzada de Castro. Era el menor de ocho hermanos: Lorenzo, María, José, Providencia, Francisco, Fernando, Isabel, y por último, cuando ya nadie  se lo esperaba, nació Luis, en el invierno de 1932.


Su infancia fueron aquellos huertos del otro lado del Camino de Ronda y los descampados de la Estación, donde se escapaba para ver los trenes entrando y saliendo de la ciudad. Sus  primeros años de vida estuvieron marcados por la muerte prematura de su padre, José Méndez González, y por una meningitis que lo tuvo al borde de la muerte. 


Conoció el hambre y el sufrimiento de su madre, María Cañadas Moncada, para sacar adelante una casa con tantos hijos. Luis era fue el pequeño de la casa, un niño distinto, acostumbrado a pasar el día rondando por los  bancales, asaltando lechugas o vagando de un lugar a otro, incapaz de echar raíces en la escuela. Luis no tenía remedio, siempre en la calle, distraído, viviendo a contracorriente,  recorriendo las plazas sin rumbo seguido de un cortejo de perros.


No tenía ni oficio ni beneficio, aunque de vez en cuando se ganaba unos duros haciendo de hombre anuncio. “Señora, no lave ahora, que para eso está la lavadora”, gritaba por la Puerta de Purchena. En 1961 lo vistieron de vaquero y se fue por el Paseo anunciando el estreno, en el cine Roma, del ‘Pistolero de Cheyenne’, con “la bella Sofia Loren y el valiente Anthony Quinn”, coreaba el bueno de Luis. Por Navidad, se disfrazaba torpemente de Papa Noel y repartía caramelos.


Pero su pasión siempre fueron los viajes y los perros. Se sabía el nombre de todos los pueblos de la costa, desde Sanlúcar de Barrameda en Cádiz, hasta Portbou en Gerona, y decía que todos los había recorrido andando y en todos había “meado y cagado” para dejar huella de su aventura.


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