Durante la guerra civil la mayoría de los comercios importantes de la ciudad fueron intervenidos por los comités obreros y pudieron ir tirando hasta que se fueron agotando las existencias. Cuando el conflicto se fue alargando, cuando empezaron a fallar las mercancías y Almería se fue quedando aislada y con escasos recursos económicos, hubo que poner en marcha las campañas recaudatorias para poder seguir adelante.
El siete de noviembre de 1936, cuatro meses después del comienzo de la guerra, se puso en marcha en la ciudad el llamado ‘Día comercial en beneficio del Socorro Rojo Internacional’, “para ayudar a las víctimas de la reacción y la barbarie”, contaban los anuncios que aparecieron en las fachadas principales.
En principio se trataba de una campaña de donaciones voluntarias, aunque finalmente se convirtió en obligatoria para todos los comerciantes de la ciudad, que tuvieron que donar una parte de la recaudación de aquel día: los establecimientos de ultramarinos dieron el cinco por ciento de lo recaudado, mientras que a las tiendas de ropa y a los bares les impusieron el veinte por ciento.
La empresa más ambiciosa y en la que participaron más almerienses en aquellos meses de guerra fue la llamada ‘campaña pro refugios’ que se puso en marcha cuando la ciudad empezó a ser objetivo de las bombas enemigas. En 1937, la Comisión Mixta de Refugios acordó confeccionar un sello pro refugios, cuyo importe de 25 pesetas era obligatorio para todos los varones que se ausentaran del término municipal.
Los comerciantes estaban obligados en sus negocios a imponer el pago del sello a sus clientes. Aquellos que no lo hacían corrían el riesgo de ser denunciados y también se exponían a que su nombre saliera publicado en la prensa, en esas listas negras que aparecían de vez en cuando con personas que no colaboraban lo suficiente con la causa.
En agosto de 1937 la Campaña pro refugios había recaudado ya la cantidad de diez mil pesetas. No solo participaban los empresarios y comerciantes, también los obreros y los empleados estaban obligados a echar una mano, ya que la terminación de los refugios fue considerada una “necesidad imperiosa que se impone a todos los ciudadanos de nuestra capital”, anunciaba la prensa. Aquél que se negara a dar su donativo era considerado como un emboscado, un faccioso, y por lo tanto, un enemigo de la causa antifascista.
Había que concienciar a la población de que su seguridad dependía en parte de la terminación de los refugios y para ello se llenaban las fachadas de los edificios y los bares de carteles pidiendo la colaboración ciudadana. Se llegó a organizar incluso un Festival pro refugios en el Teatro Cervantes, bajo la tutela del ramo de construcción de los sindicatos UGT y CNT.
Las suscripciones eran el pan nuestro de cada día en una Almería que empezaba a sufrir las consecuencias de su aislamiento, no solo geográfico, sino también político, aislamiento que se agudizó cuando Málaga cayó en manos de los nacionales, uniéndose de esta forma a Granada.
Las colectas se hicieron tan habituales que hasta un periódico revolucionario, ‘Emancipación’, abrió una suscripción ‘pro diario’ para que el pueblo de Almería colaborara e hiciera posible que sus páginas pudieran seguir editándose.
Cuando iba a llegar el frío se ponía en marcha la campaña de recaudación pro invierno y cuando se acercaba el calor, la campaña pro verano. Eso sin contar la labor diaria de los comités obreros que se iban por los pueblos cercanos y por los cortijos llenando camiones con todo lo que encontraban en las despensas: conejos, gallinas, embutidos, uvas...
Uno de estos camiones pasaba con asiduidad por el cortijo de los Percevales en Pechina, regentado entonces por mi abuelo, Miguel Vicente Torres. Llegaban y dejaban la despensa vacía diciendo que hacía falta la comida para llevarla al frente, hasta que un día mi abuelo descubrió que ese frente del que hablaban estaba en una taberna de Almería donde los camaradas compartían el banquete con las mujeres de la vida.
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