Aquellos que iban a los campamentos de Falange adquirían una disciplina de la que huíamos los niños asilvestrados.
Tenía cierto atractivo salir de tu casa una semana, alejarte de la falda de tu madre y compartir con los de tu edad la vida de un campamento, con sus obligaciones y con sus ratos de ocio, pero como jamás me sentí cautivado por los uniformes ni por la obediencia, ni por el orden establecido, preferí el tranco más sucio de mi barrio y el polvo que levantaba la tierra de mi calle a la sombra fresca del bosque del Campamento de Aguadulce, que era el destino de moda para los muchachos de la OJE. Preferí la anarquía natural de los veranos, cuando sin escuela no tenías horario ni para levantarte ni para acostarte, a tener que vivir las 24 horas del día rigurosamente programado como si estuvieras en un ensayo del servicio militar.
La vida en los campamentos juveniles se hacía a toque de corneta y a la carrera. Desde que amananecía con el toque de diana de las siete de la mañana, hasta el toque de retreta que llegaba a las diez de la noche, la corneta guiaba los pasos de aquellos jóvenes sometidos a una estricta disciplina. “Es preciso someterlos a una fuerte disciplina que endurezca su cuerpo y cultive su espíritu”, subrayó el Jefe Provincial del Movimiento, Rodrigo Vivar Téllez durante el acto de inauguración del Campamento Alfonso VII en el Alquián, en el verano de 1942. Durante la década de los años cuarenta, los campamentos juveniles eran centros de instrucción militar y religiosa donde la figura del cura, o ‘el pater’ como le decían en el lenguaje militar, era fundamental.
A las siete de la mañana sonaba el toque de diana que obligaba a los muchachos a levantarse para salir a correr al aire libre. Después se aseaban, ventilaban las tiendas de campaña y recibían las primeras instrucciones del día. En el centro del campamento, donde se elevaba el mástil, se procedía al izado de la bandera y se rezaba la primera oración del día. Los momentos más solemnes de la jornada eran la subida de bandera al amanecer y cuando se arriaba a la caía de la tarde. En esos instantes de máximo recogimiento, aparecía la figura omnipresente del ‘pater’ para dedicarles un recuerdo a los caídos y leer en voz alta la oración a José Antonio.
El cura siempre aparecía en los momentos claves: a los ocho y cuarto, a la hora del desayuno, presidía la mesa de los mandos; a las cuatro de la tarde, cuando se daban las clases de Nacionalsindicalismo, arropaba al mando falangista que se encargaba de arengar a los jóvenes.
El objetivo de los campamentos era lo que entonces llamaban una educación integral donde los político, lo físico, juntamente con una esmerada preparación militar, convivían con las ideas y la moral religiosa que el capellán prodigaba en sus consejos continuos y en las conferencias que ofrecía todas las tardes.
Las juventudes falangistas de Almería frecuentaban el campamento del Alquián, el de Aguadulce y los que durante el verano se organizaban en Fiñana. En el mes de mayo de 1943, se instaló el campamento más numeroso que se recuerda en Almería. En el barrio de Ciudad Jardín, que todavía estaba en construcción, se habilitó un gran anchurón en el solar donde años más tarde se levantó el Estadio de La Falange. Allí acamparon todos los camaradas que se desplazaron de la provincia y los militantes locales, con motivo de la concentración que se programó para preparar la primera visita de Franco a Almería, el nueve de mayo de 1943.
En los campamentos los muchachos recibián también clases teórico-prácticas de educación premilitar y se aprendían de memoria las canciones y los himnos falangistas. A las nueve de la noche, cuando empezaba a oscurecer y se encendía el fuego de campamento, se reunían alrededor de la hoguera cantando: “Somos héroes del mañana, llenos de fe y de ilusión, somos camisas azules de la Falange Imperial...” A las diez el corneta hacía sonar el toque de retreta que anunciaba el final del día y un cuarto hora después el campamento se llenaba de silencios.
Con el paso de los años los campamentos se fueron transformando en lugares más lúdicos que políticos, sobre todo desde que en el verano de 1956 se inauguró el ‘Juan de Austria’ de Aguadulce, el gran campamento moderno de la provincia. Los discursos de los mandos empezaron a suavizarse y las palabras de los capellanes dejaron de golpear constantemente las conciencias de los adolescentes, que estaban más cerca de los cuerpos y los milagros de la carne que de la salvación de las almas y el fuego eterno.
Los baños en la playa y las competiciones deportivas fueron ganando en importancia a la instrucción militar y a los cánticos al imperio. El gran acontecimiento del primer campamento en el ‘Juan de Austria’ fue la reunión de todos sus integrantes para escuchar en un aparato de radio que instalaron en el comedor, la final de la Copa del Generalísimo que aquel año se llevó el Athletic.
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