Las joyerías y sus mágicos escaparates

Los niños nos plantábamos delante del cristal para ver aquellos relojes inalcanzables

Kiosco de Troyano en la Puerta de Purchena, frente a la fachada del restaurante Imperial
Kiosco de Troyano en la Puerta de Purchena, frente a la fachada del restaurante Imperial La Voz
Eduardo de Vicente
20:51 • 25 jul. 2024 / actualizado a las 21:26 • 25 jul. 2024



Los niños de mi generación teníamos afición por los escaparates. Estábamos educados en la cultura de mirar y disfrutábamos viendo lo inalcanzable al otro lado de la vitrina.



Mirábamos con nostalgia los juguetes que no podíamos tener y también aquellos relojes suizos que relucían como estrellas en los escaparates de las relojerías. Había una edad en la que tu ilusión era tener tu primer reloj, que en cierto modo significaba dar el primero paso hacia ese territorio que se abría entre la infancia y la adolescencia. Tener un reloj significaba una responsabilidad que asumías con agrado. Ya no tenías que ir por las calles preguntando la hora para no llegar tarde a tu  casa. El tiempo lo controlabas tú con aquel artefacto que te colocabas en la muñeca y que te daba cierta autoridad ante tus compañeros. Un reloj nuevo nunca pasaba desapercibido y cuando llegabas a la escuela con el reloj recién estrenado te convertías en el gran protagonista de la jornada.




Cuando se acercaba el día de tener el primer reloj nos gustaba ir a ver los escaparates de las relojerías y quedarnos prendados de aquellas máquinas de precisión suiza que estaban hechas para toda la vida. El sueño de muchos niños de entonces era tener un reloj antichoque, acuático para poder bañarnos con él y que además se pudiera ver en la oscuridad de la noche. Era nuestra más remota aspiración, ya que la realidad nos condenaba a muchos a uno de aquellos relojes japoneses de marca desconocida que nos traía algún familiar cuando hacía un viaje a Melilla.




Nos atraían las tiendas de relojes y las joyerías por lo que tenían de inalcanzables. En la Avenida de Pablo Iglesias estaba la joyería Coral, en la calle Murcia, Leka,  en la calle Castelar, Zenit, en la calle de las Tiendas, Santos y en el Paseo aparecían Díaz, Doria, León, Miras, Regente y Ruiz Marín. En mi barrio, en la calle de la Almedina, tenía su negocio de relojes y joyas el maestro Alfonso, que en los años 70 se mudó a la calle Real buscando más clientela.




En la Puerta de Purchena, enfrente del Cañillo y del restaurante Imperial, reinaba el kiosco de Andrés Troyano que en el año 1968 abrió también en el Paseo. Era óptica, joyería, relojería y contaba además con un laboratorio de fotografía en un local de la Plaza del Carmen, muy cerca del Hotel la Perla.




En la calle de Mariana, que era un zoco comercial, brillaba con luz propia la joyería ‘Platino’. Yo tuve siempre la impresión de que aquella joyería estaba destinada para las mujeres porque sus escaparates siempre estaban montados con pendientes, relojes y anillos femeninos y porque pegada al cristal siempre había alguna mujer. A la joyería íbamos también cuando se nos rompía la correa del reloj o cuando a nuestras madres se le desencajaba un pendiente. No era la especialidad de la tienda, pero su propietario sabía que tenía que estar bien con los vecinos y les echaba una mano en el taller.




Cuando pasábamos por la calle de las Tiendas siempre nos parábamos en los escaparates de la armería Ibáñez, donde vendían los escudos de los equipos de fútbol y las barajas de juegos infantiles, y en la puerta de la joyería ‘La Esmeralda’ para ver su muestrario de relojes. Estaba situada enfrente de los almacenes de Pablo Segura, que entonces era una de los establecimientos más importantes, no sólo de la calle, sino de toda la ciudad. ‘La Esmeralda’ no tardó en ponerse a la altura de los negocios más importantes de su ramo: la joyería de Emilio Díaz, en el número 83 del Paseo; la del señor Apoita, en el número 22; la de Miras en el número 45, y la histórica joyería Regente, que presidía la esquina de la calle de entrada al Mercado Central.


En aquel tiempo se incorporaron al sector negocios que también se convertirían en referencia dentro del mundo de la joyería. En la calle de Ricardos hizo historia la firma ‘León’, que además de sus secciones de joyería, relojería y óptica, añadió un taller de revelado fotográfico por donde pasaron casi todos los carretes de la ciudad. En 1959 llegó otra empresa importante, la joyería y relojería ‘Capri’, que el empresario Emilio Fernández Contreras montó en el número 14 de la calle de Méndez Núñez.


Era un tiempo en el que se vendían más relojes que joyas y en el que el gran negocio llegaba en las semanas previas a la festividad de los Reyes Magos. Las joyas eran los regalos de élite, mientras que los relojes democratizaban el negocio. Cada establecimiento procuraba aferrarse a una marca para promocionarla: la joyería de Miras puso de moda el reloj Omega con cronómetros, automático y antichoque, con segundero central, que tanto éxito tuvo en la Navidad de 1958, mientras que la joyería Regente nos trajo el reloj-calendario de Festina con el eslogan ‘La hora es la hora’.


También destacaba el establecimiento de Apoita, que en su afán de abarcar un mercado más amplio, era el encargado en Almería de vender el material para las radiografías y abastecía a las clínicas particulares. Era joyería, relojería y tenía gafas de sol, prismáticos, novedades artísticas de plata de ley y hasta cuadros en relieve sobre motivos religiosos. La tienda de don Agustín fue también un templo para los niños, que tanto se emocionaban con las fotografías del Athletic de Bilbao que el señor Apoita regalaba a sus mejores clientes.


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