El verano con mayúsculas principiaba de verdad cuando veíamos aparecer al chambilero con su carrito por la calle. Se nos abrían los ojos como luceros y empezábamos a salivar cuando asistíamos al espectáculo de ver cómo con la paleta sacaba el mantecado glorioso del vientre del vehículo -como si fuese oro molido- y los expandía en medio de dos barquillos rectangulares. Era el helado al corte, lo más primitivo, que luego fue siendo sustituido por la bola y el cucurucho: mismo contenido, distinto continente.
Si el verano fuese un sabor, al menos para los niños, serían esos helados de turrón o de vainilla, y ese aroma a canela de la galleta; si el verano fuese un sonido sería el pregón de los chambileros por la calle: “Al rico corte, oiga; hay heladooooo, de vainilla y tutti-frutti; al rico limón y horchata (en Cantoria voceaba Juan el del Chambi: “Chupa Perico, y verás que rico”; si el verano fuese una imagen, sería la de ese legendario vendedor de felicidad que era el chambilero, empujando su dulce mercancía que nació en Asia como alimento de kalifas.
En Almería estaban los carritos de Adolfo Hernández que, había empezando vendiendo tostones en la puerta del Cine Hesperia, y que desde la calle Mariana, salía pregonando el mantecado por las plazas y calles de la ciudad en los meses de primavera y de verano; estaban los carritos de La Cubana, de la familia Ayala, que se apostaban en las zonas de tránsito como el Mercado, el Paseo o la puerta de los colegios, con fábrica en la calle Murcia; y estaban los chambileros de La Violeta, con taller artesanal en La Almedina, que también invadían la ciudad con su nómina de voceadores ambulantes.
Hasta hace poco veíamos con su carrito de madera de la marca de Adolfo, a Indalecio, un veterano vendedor tocado con un gorrito mahometano que recorría toda la ciudad, desde la playa y el Paseo Marítimo hasta el último mercadillo, con una bolsa de cuero donde iba depositando la recaudación del día.
En Albox, empezaron en los años 40 los Helados Los Valencianos, de la familia Sirvent, oriunda de Alicante y que suman ya cinco generaciones de chambileros. Desde el primero, José Sirvent Ramos, que tras irle mal en Sevilla, se apostó en el Almanzora donde aún continúan parte de sus herederos. Otros emigraron a Cataluña y a Valencia, donde siguen dedicándose al negocio de las heladerías.
En Cuevas del Almanzora subsiste una de las familias chambileras más antiguas, la de los Castro. Un negocio ambulante que inició Juan Castro Martínez, en el interior del Castillo y que aún continúa su nieto en la Plaza del mismo nombre. El carrito de Castro, su hijo, recorría el pueblo de la plata, perseguido por los niños, como un flautista de Hamelín, dejando un delicioso rastro a canela y vainilla. En Garrucha estaba el Periquillo y José Antonio Balastegui, el chambilero de mediados del siglo XX que iba vendiendo helados y granizados por las playas de Garrucha, empujando el carrito, que le vendió el señor Francisco, entre la arena, con sus gafas de sol de Montgomery Clift, su bigote y su mandil blanco, desgranando como amuleto su célebre frase: “¿Señora, me ha llamado o me he equivocado?”. Esta villa levantina, conocida desde principios del siglo XX como la Pequeña San Sebastián, fue siempre el rompeolas de los pueblos del Almanzora en la época estival, por lo que cualquier negocio relacionado con el disfrute veraniego tenía el éxito garantizado. Tras la primera heladería del señor Francisco, se hacendó en el pueblo La Jijonenca de Carlos Rincón, llegado de Alicante y que aún continúa con más de medio siglo de vida a través de sus descendientes. Hoy aún continúa en Garrucha la venta ambulante de La Rosa, probablemente uno los últimos carritos de helados en la provincia.
En Adra tuvo predicamento, el puesto de La Abderitana y, sobre todo, los carritos que expendían limón granizado y leche merengada de Helados Arturo. Y en El Ejido, La Jijonenca de Pepe García y Carmen Picó, con ramificaciones en Almerimar.
Todo ese universo de voces, de aromas y sabores se ha ido marchitando, como se han ido feneciendo tantos oficios ambulantes que transitaban por las plazas de nuestra niñez y que hoy solo deambulan por las calles de nuestra memoria. Y los bares y cafés del Paseo, como El Español, Los Espumosos o el Colón -y antes aún el Suizo- donde se expedían las ricas horchatas y leches merengadas, han desaparecido y las cafeterías de hoy día han dejado franco el negocio del helado a heladerías más sofisticadas, algunas franquiciadas, con una carta y un expositor con cientos se sabores (hasta de huevo frito), como las que han abierto recientemente en la calle Las Tiendas o en Marqués de Heredia. Ha cambiado también el consumo, desde aquellos polos caseros que hacíamos llenando de Fanta los huecos de la cubitera con un palillo encima; desde aquellos polos de hielo que después se refinaron como bombones o crocantis o frigopies, de Frigo o Avidesa. Y como los carritos, los gloriosos carritos del chambi de nuestra infancia, que ahora se han convertido casi en piezas de museo, en vehículos vintage que se pueden encontrar en Wallapoop por 2.000 euros.
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