Aquellas modistas de los barrios

Los talleres de costura se instalaban en las mismas casas y servían de academia

Academia de máquinas de coser en la Casa Gutiérrez de la calle de Granada, donde además estaban especializados en bicicletas.
Academia de máquinas de coser en la Casa Gutiérrez de la calle de Granada, donde además estaban especializados en bicicletas. Eduardo de Vicente
Eduardo de Vicente
22:46 • 01 ago. 2024

Mi padre me mandaba todos los días, después del colegio, a la casa de María Pardo, ‘La Fraililla’, la modista de la calle Almanzor. Era un señora mayor que había llegado a la capital después de la guerra desde Pechina, donde había regentado una taller importante. De pie, delante de ella, apuntaba en un trozo de papel todo lo que me iba encargando: aceite, huevos, patatas... Media horas después le llevaba el reparto y si tenía tiempo, me quedaba un rato en la habitación viendo cómo trabajaban. 



Había algo en aquel taller que me atraía, quizá el exceso de feminidad que te embriagaba como un aire misterioso y envolvente. Me gustaba sentarme en un rincón y en silencio, como si estuviera ausente,  contemplar cómo trabajaban las mujeres, la facilidad con la que mantenían una conversación sin dejar de cortar, de coser, de medir, a veces sin quitarse de los labios el ramillete de alfileres que iban colocando aquí y allá antes de darle forma a un vestido.



Las modistas solían trabajar en sus propias casas, en una habitación que utilizaban como taller, y siempre estaban rodeadas de muchachas. Había algo mágico, como de cuento de las Mil y una noches, en aquellos pequeños obradores familiares: los colores de las telas, el ruido de las tijeras cuando atravesaban el raso, el sonido de la máquina de coser como una melodía monótona que no paraba ni de día ni de noche, las historias que se contaban entre aquellas cuatro paredes, el olor suave y subversivo del sudor femenino.



Uno tenía la impresión de que las modistas nunca salían de su casa, que formaban parte del paisaje de aquella habitación, como el cuadro de boda de los abuelos que presidía la pared o el gato viejo que merodeaba sonámbulo entre las piernas de las mujeres.



En los años treinta y después de la guerra civil, Almería era una ciudad de modistas. En cada calle había un taller y cada familia tenía su modista de confianza. “A mi me cose ésta, pues a mí la otra”, eran frases repetidas en tiempos donde los abrigos y los vestidos salían de las manos de aquellas artesanas.



Si hubo una modista célebre en Almería esa fue doña Antonia Rodríguez del Aguila. Puso taller en la calle Regocijos en el año 1925, cuando regresó de Argentina donde había emigrado cinco años antes con su familia. Al enviudar, montó un pequeño negocio que con el tiempo se convirtió en uno de los más reputados de la ciudad. En los años treinta tenía a diez muchachas trabajando para ella. Le cosía a la familia del médico don Eduardo Pérez y a los Pérez Manzuco. Las jóvenes de la alta  burguesía venían de los pueblos a que doña Antonia le hiciera los trajes de novia o los vestidos para el día de la Patrona. 



Después de la guerra, las modistas tiraron del carro de la economía de muchas familias almerienses y se convirtieron en profesoras de las jóvenes que querían aprender la profesión. Las mujeres que querían trabajar no tenían más alternativa a veces que servir en una casa o coser para la calle, por lo que no había una manzana en la ciudad sin al menos un par de talleres. Doscientas mujeres asistían cada tarde a las clases de corte y confección en la Escuela de Artes y más de cien a los cursos que organizaba la Sección Femenina



Las modistas fueron durante mucho tiempo las mujeres más conocidas del barrio. Es difícil encontrar a alguien con más de cincuenta años y vecino de la Plaza de Pavía que no conociera a Otilia Melero, una auténtica erudita de la tijera y los alfileres. En la calle Real, además de la tienda del carbonero, todo el mundo sabía donde estaba la casa de Soledad Aranzana, auténtica escuela de costureras del barrio. Emilia Pérez, en la calle Lope de Vega, Francisca Arrufat en la calle Sócrates, Josefa Góngora en el Paseo o la señora Valera en la calle Arráez, fueron más populares en la Almería de los años cuarenta que cualquier alcalde o concejal de aquel tiempo.


Temas relacionados

para ti

en destaque