El milagro de un cántaro de agua

Había barrios sin agua potable en las casas donde la vida dependía del caño público

La mujer que retrató Jesús de Perceval en el barrio de la Chanca, con su cántaro a cuestas como si fuera un hijo.
La mujer que retrató Jesús de Perceval en el barrio de la Chanca, con su cántaro a cuestas como si fuera un hijo. Eduardo de Vicente
Eduardo de Vicente
09:15 • 16 ago. 2024

Había que ir en busca del agua. Todos los días la misma aventura: levantarse, coger el cántaro vacío y subir y bajar por esas cuestas de Dios en busca del milagro del agua. Había casas sin agua potable, barrios enteros donde soñaban con un grifo en el patio para que las mujeres no tuvieran que salir a mendigar para que sus hijos pudieran lavarse los ojos y afrontar la vida con esa mirada distinta de unos ojos recién lavados.



El cántaro bien pegado al costado como si fuera una prolongación de su cuerpo. El viejo cántaro de  agua fresca recogido sobre el hombro, arropado entre los brazos de la misma forma que aquellas mujeres cargaban a diario con sus hijos, dobladas del peso, subiendo y bajando por los caminos de cuestas y piedras en los que se fue quedando su juventud.



La mujer del cántaro que retrató Perceval venía de las cuevas de La Chanca en busca de los grifos que abastecían el barrio cuando nadie tenía agua en las casas. Mujeres jóvenes por las que el tiempo pasó deprisa, niñas que tenían que ser mujeres de forma prematura y que antes de los treinta años ya serían abuelas si la muerte no lo remediaba. 



En la frente de la mujer del retrato se dibuja toda la miseria de una época, de un lugar y de unas formas de vida ancladas muchos siglos atrás. En su frente se ve como el tiempo ha ido dejando su huella de la manera más cruel y vertiginosa. No hay nada más demoledor que las arrugas que dejan la miseria en un rostro. Las arrugas que cortan su frente con surcos profundos e irremediables. Son las huellas del sol, de la falta de higiene, del hambre, la marca de la miseria que va hundiendo su mirada, que va rompiendo su dentadura de la que todavía sale una blancura inexplicable, como un milagro de la vida en medio de la desolación.



Su pelo corto, desordenado, sus ojos heridos de tanto sol y de apenas ver el agua, sus manos que agarran el cántaro como si fuera un niño, sus ropas desaliñadas, tan arrugadas como su cara, como su vida.



Aquellas mujeres venían de la profundidad de las cuevas, de las casas que fueron construyendo sobre las bajadas de los cerros, cuando los caminos eran maltrechas veredas de tierra y piedras que desaparecían después de una tormenta. Venían de las cuevas del Barranco del Caballar, de la Hoya, del cerrillo del Hambre, en una imagen que se repetía en otros barrios donde las mujeres tenían que ir en busca del agua a las fuentes públicas.



La mujer del cántaro también estaba a diario en las cuestas del cerro de San Cristóbal, cuando el cañillo de la calle Mirasol salvaba de la sed a todas las casas que ascendían hasta los mismos pies del santo. La mujer del cántaro que retrató Perceval no se diferenciaba mucho de las que iban por las mañanas a la Plaza del Quemadero con las vasijas de barro, con los cubos colgados de los antebrazos. Aquellas bajaban de los sitios más recónditos del Camino de Marín, de las casillas blanqueadas de miseria de la Fuentecica, de las escondrijos del Hoyo de los Coheteros y del de las Tres Marías, que tenían que ir al grifo del Paseo de la Caridad para poder lavarse los ojos. 



Cuántas mujeres del cántaro se veían en la calle de la Viña, bajo el torreón de la Alcazaba, cargando con el agua con la que refrescaban las cabezas de los niños, con el agua que les purificaba sus manos. Se sentaban después en las puertas de las casas, con los hijos entre las piernas, y  llenas de paciencia iban registrando en medio de sus melenas para despiojarlos. Entre el sol y las manos hábiles de las madres, los niños se quedaban medio dormidos mientras ellas seguían hurgando entre sus cabellos.


La mujer del cántaro se repetía en el Barrio Alto, cuando por las tardes las madres acudían a los pilones a lavar la ropa y a contarse sus vidas. La historia de toda esta gente está llena de tortuosos veranos en los que se iba el agua de los cañillos y tenían que recorrer kilómetros con los cántaros sobre el cuerpo para poder resistir el calor. Cuando la sequía se prolongaba el ayuntamiento tenía que mandar el camión de la regadora que iba llenando los cubos de toda aquella gente.


La mujer del cántaro pegado al cuerpo, con la cara llena de años y miseria, no es una imagen de un tiempo remoto. Los niños que hace cincuenta años íbamos a jugar por los arrabales más deprimidos, pudimos verla bajando por las interminables pendientes, agarradas a la vasija del agua, rehenes de sus penas.


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