Salíamos de la Feria con los bolsillos vacíos y el alma hecha jirones. Los niños de antes teníamos la costumbre de ahorrar para la Feria, una tradición que nos habían enseñado en nuestras casas con las propinas que nos daban los domingos y la generosidad de alguna de aquellas tías a las que visitábamos muy de vez en cuando y a cambio nos ponían un billete de cien pesetas en la palma de la mano.
Salíamos de la Feria sin un duro y lo que era todavía peor, con al alcancía del alma desolada porque no solo terminaba la fiesta oficial, sino también acababa el verano, ese estado de felicidad permanente en el que nos habíamos instalado a finales de junio cuando nos daban las vacaciones. Pensábamos que iba a ser para siempre, pero el verano se nos iba sin darnos cuenta porque no hay nada más efímero que los momentos felices.
Salíamos del verano tostados por el sol, curtidos por el salitre y quemados por el regreso a clase. Lo peor de la Feria era que terminara en el último día de agosto y que tuviéramos que pasar, sin tregua, de la fiesta a la obligación con el tiempo justo para recuperar la cartera que habíamos escondido en el último rincón del armario. La cartera vacía tenía el olor de los recuerdos más tristes del colegio y nos asomábamos a ella con el mismo temor que mirábamos hacia el fondo oscuro de un pozo. Lo peor de la Feria era el día después cuando al salir a la calle tenías la sensación de que la ciudad había mudado de piel, como cambia el mar durante la noche después de la marea. De la Almería festiva y vacacional solo quedaba el alumbrado del Paseo y los resquicios de los últimos feriantes que a la carrera quitaban los últimos hierros de la explanada del puerto.
Al día siguiente el Parque y el puerto parecían un campo de batalla después de una derrota: era nuestra derrota interior, la que llevábamos incorporada desde que teníamos uso de razón y empezamos a relacionar el final de la Feria con el comienzo del colegio. Esa sensación de melancolía empezaba el último día de Feria cuando veíamos aquellas filas interminables de mujeres que seguían a la Virgen del Mar por el Paseo con una vela en la mano. La procesión siempre me pareció triste porque cerraba las fiestas y lo que era más grave aún, le ponía el punto y final al verano. Es verdad que el calor seguía hasta septiembre, pero ese verano interior que llevábamos dentro, ese espacio de tiempo en el que nos dejábamos ir por los pequeños placeres y la holgazanería, se terminaba cuando se apagaban las últimas luces de la Feria. Al día siguiente volvíamos al lugar donde habíamos sido felices para sentir la resaca que dejan las despedidas. En la parcela donde estaban los coches de choque, donde habíamos pasado las horas conduciendo envalentonados ante los ojos de la niña que nos gustaba, ya solo quedaban los restos de las entradas esparcidos por el suelo y el último feriante afeitándose delante de un trozo de espejo antes de partir con la caravana hacia otra feria. Aquel día fatídico caminábamos perdidos entre los recuerdos mientras la ciudad recuperaba su pulso cotidiano como si todo hubiera sido un sueño.
El verano continuaba dando pasos en el almanaque que teníamos colgado en la cocina, pero en nuestro calendario sentimental ya era otoño y al día siguiente de acabar la feria sentíamos caer las primeras hojas cuando al sacar la cartera del armario nos daba un vuelco el corazón.
Unos días después ya estábamos de vuelta en el colegio, con los cuerpos bronceados y cambiados después del último estirón. El encuentro con los compañeros nos servía de alivio. Cada uno volvía contando sus historias de verano que ya no volverían a repetirse porque los años nos cambiaban también la mirada y los sentimientos. Los años, entonces, empezaban realmente en septiembre, aquella mañana que con ganas de llorar, nos colocábamos en la banca y empezábamos a copiar el primer dictado o a escribir aquella repetida redacción que nos pedía el maestro sobre cómo habíamos pasado las vacaciones.
Aquella pena de volver a la rutina acababa diluyéndose en dos o tres días, el tiempo que tardábamos en acostumbrarnos y en agarrarnos a otras inquietudes. Septiembre nos traía el colegio y los deberes, pero también nos regalaba los primeros cromos de los equipos de fútbol, la ilusión de los libros nuevos, los lápices de colores y la esperanza de que aquella niña de nuestra clase que tanto nos gustaba en el curso anterior nos mirara de nuevo a los ojos.
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