La insólita calle del Pulpitillo

Bajo el torreón de levante de la Alcazaba aparecía un laberinto de cuestas y casas en el cerro

A la derecha se ven las casas que subían hasta los pies de los muros de la Alcazaba formando callejones insólitos.
A la derecha se ven las casas que subían hasta los pies de los muros de la Alcazaba formando callejones insólitos. Eduardo de Vicente
Eduardo de Vicente
21:11 • 04 sept. 2024

Si usted entra al nuevo Parque de la Hoya por la calle de la Viña se encontrará, debajo del torreón de levante de la Alcazaba, con restos de tabiques de antiguas viviendas y con la huella de la pintura de lo que fueron habitaciones levantadas sobre las rocas que ascendían por esa desvencijada ladera. 



Viendo su actual estado es difícil entender que este trozo de cerro lleno de piedras y matorrales secos formara hace medio siglo un pequeño arrabal con sus callejones de tierra que escalaban peligrosamente la ladera, con su manojo de casas que de forma milagrosa se mantenían en pie sobre un terreno inestable, a expensas de que un temporal de lluvias o un movimiento de tierra se las llevara por delante. Allí se amontonaban las viviendas, casas pequeñas de un par de habitaciones que llegaban hasta los pies de las murallas, componiendo un barrio con nombre propio: el Pulpitillo y la Hoya.



La calle del Pulpitillo le debía su nombre a la posición que adoptaban las casas encima de las piedras. Parecían púlpitos, mostrando con orgullo su eterna blancura en medio de un paisaje que había ido surgiendo de la pobreza. Aquellas viviendas carecían de los servicios mínimos: no tenían agua potable y muchas no conocieron el invento de la luz hasta los años setenta. Para conseguir agua tenían que bajar la cuesta y hacer cola delante del caño público que había en la calle de la Viña, la fuente principal que también abastecía a las calles que formaban el barrio de las Perchas.



La calle del Pulpitillo era un escenario de veredas que no alcanzaban el grado de calle. Se abrían paso en medio de las piedras, de las cuestas del cerro, de las pencas que estaban presentes a lo largo del camino. En ese pequeño altar que miraba al mar con descaro se agolpaban las diez o doce viviendas que formaban el arrabal. A comienzos de los años cincuenta el Pulpitillo estaba habitado por cuarenta y siete vecinos. Fueron los propios inquilinos los que pintaron los números junto a la puerta de las casas para que el cartero no perdiera el norte cuando traía la correspondencia. 



En los años sesenta todas las casas del Pulpitillo estaban habitadas y eran más de sesenta los vecinos que allí residían. De niño, yo solía internarme por aquella maraña de pendientes y piedras de la mano de mi madre o de alguna de mis tías que de vez en cuando subían hasta arriba en busca de la señora Dolores, la modista que le cosía a todo el barrio. Recuerdo la impresión que me dejaba aquella costurera de mediana edad que para los ojos de un niño era ya una anciana, viviendo en medio de montañas de ropa que olían a cuerpo de mujer. 



Después de la guerra civil, tanto el Pulpitillo como la calle de la Viña, que está justo debajo, crecieron en número de habitantes. Muchas de las familias que vinieron nuevas al barrio venían del exilio, de ese éxodo obligado que trajo la guerra cuando la gente vino de los pueblos a la ciudad buscando un futuro para sus hijos. Había vecinos de Adra, de Tahal, de Tabernas, de Sorbas, y hasta una exótica forastera, madame Motte, que había llegado al arrabal en los años de la República procedente de la lejana Francia.



Junto al Pulpitillo aparecía la calle de la Hoya, pegada a la ladera de la Alcazaba y el callejón que llevaba el mismo nombre. Eran ocho casas apenas, pero tan habitadas, tan llenas de vida, que formaban un barrio.



Toda esta manzana que formaban las calles de la Viña, el Pulpitillo, la Hoya y el callejón de la Hoya fueron mudando de piel con los años. Las familias se fueron marchando a medida que pudieron progresar y buscarse otra madriguera. Cuando las viviendas empezaron a quedarse vacías comenzaron a poblarse de mujeres de la vida que estiraron la calle de la Luna, arteria principal de la prostitución, hasta los mismos pies del torreón de la Alcazaba. 


Las casas de citas tomaron las piedras del Pulpitillo, asomadas a la calle como si formaran parte de un inmenso escaparate. A los niños de los alrededores nos gustaba hacer incursiones por esa zona clandestina por saborear el placer de lo prohibido. Íbamos allí como si fuéramos al cine y desde la distancia, para no descomponer la escena, espiábamos a las meretrices.


Como las casas del Pulpitillo estaban en alto, expuestas al caminante, disfrutábamos de un paisaje excepcional cuando ellas se sentaban en la puerta en paños menores y abrían y cerraban las piernas cada vez que pasaba por delante un cliente.


Todavía no tenían agua potable en las casas y tenían que bajar unos metros, hasta el caño de la calle de la Viña, para llenar los barreños donde se lavaban ellas y donde aseaban al cliente antes de empezar. Hasta los años ochenta, la zona del Pulpitillo tuvo una prostitución organizada y una vida constante alrededor del negocio


Una década después empezaron los derribos que acabarían por llevarse por delante todo aquel universo. En los últimos tiempos la degradación empezaba a ser insoportable como consecuencia de la delincuencia que se fue instalando en el barrio, lo que obligó al ayuntamiento a acelerar las reformas. Desaparecieron del mapa la calle Toledo, la calle Luna, la calle de la Hoya y del Pulpitillo y el  callejón Sorpresa, que mostraba un grupo de casuchas hechas con piedra y barro, donde también se ejercía la prostitución. Eran callejones estrechos donde nunca llegó el asfalto y donde el agua y la luz llegaron tarde.


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