La droguería de la Rambla de Alfareros

En 1948 el empresario José Hernández López abrió la droguería La Mezquita

Fachada de la droguería  en la calle Alfareros haciendo esquina con la calle de Espronceda, con los carteles que anunciaban el insecticida Detano.
Fachada de la droguería en la calle Alfareros haciendo esquina con la calle de Espronceda, con los carteles que anunciaban el insecticida Detano. Eduardo de Vicente
Eduardo de Vicente
19:37 • 09 sept. 2024

Siempre me gustó el nombre de la calle: Rambla de Alfareros. Sonaba a antiguo, a escenario primitivo, a los comienzos de la ciudad, a territorio indómito expuesto siempre a que una tormenta sembrara el caos en la población. 



De niño solía recorrer con frecuencia la Rambla de Alfareros y desde abajo, desde las esquinas donde estaban Vulcano en una acera y el Río de la Plata en otra, iba recitando en voz alta el nombre de los letreros de cada negocio hasta llegar a la casa de mi tío Eduardo Segura, que vivía en la Plaza de Jaruga, enfrente de la iglesia de los Franciscanos.



En la acera de los números impares, donde reinaban los tejidos del Río de la Plata, estuvo durante unos años, antes de mis paseos por aquella avenida, el estudio del fotógrafo Luis Guerry. Más arriba aparecía el bar Comercial, especializado en banquetes y en tertulias masculinas, y el recordado bar Negresco, en la esquina con la calle Flora. Durante una época, el Negresco le daba vida a toda la manzana gracias al olor de su plancha. Subiendo estaba la botica de Ortega, justo donde la Rambla de Alfareros confluía con lo que entonces se llamaba el Paseo de Versalles. Antes de llegar a la iglesia, en la esquina con la calle de los Cámaras existió una pequeña confitería que le decían ‘La Chavalilla’.



En los números pares el gran establecimiento era la ferretería de Vulcano. Todos pasamos alguna vez por delante de aquellas estanterías de hierro y madera donde los niños íbamos a buscar las púas caballo y las púas percherón que utilizábamos para jugar a los trompos. 



Vulcano y su edificio formaban parte de nuestro imaginario infantil sin saber que su historia estaba a punto de extinguirse. La desaparición del gran caserón constituía una vieja aspiración de las autoridades, que desde los años sesenta habían empezado a plantear la necesidad de prolongar el Paseo de Almería hasta el Paseo de la Caridad. Las obras de demolición comenzaron en enero de 1972, y no estuvieron exentas de problemas debido a las dificultades para conseguir que los inquilinos del edificio abandonaran sus casas. Debido a la solidez de la construcción, hecha a base de piedra de cantería, los trabajos se prolongaron durante más de dos meses.



El otro gran negocio de la acera de los números pares de la Rambla de Alfareros era sin duda la droguería ‘La Mezquita’, que el empresario José Hernández López, natural de Gérgal, abrió allá por el año de 1948 en la esquina con la calle Espronceda. Tenía una hermosa fachada con dos grandes puertas, siempre abiertas, que dejaban ver desde la calle las estanterías llenas de toda clase de productos químicos. El querido y polifacético empresario almeriense Ramón Gómez Vivancos, cuenta que él inició su carrera profesional como aprendiz en aquella droguería, despachando y haciendo los recados con un carro de madera de tres ruedas, envuelto en un lustroso babero de color gris.



Eran los tiempos en los que casi todo se vendía a granel, cuando las mujeres iban a la tienda con un bote vacío y pedían dos pesetas de colonia que el dependiente les servía con una medida. Eran los tiempos del zotal que se vendía por sacos y que tanto se utilizaba en las casas para desinfectar los patios y los terraos donde se criaban animales. Eran los tiempos de los colorantes para blanquear las fachadas, de la acetona, de la loción del Z-Z para los piojos y de los polvos para la ropa, que dejaban la colada con una blancura insuperable.



La droguería ‘La Mezquita’ fue la primera que trajo a Almería la pintura plástica de la marca Valentine, que fue una revolución en su tiempo, y un referente en la venta del Detano, aquel potente insecticida que no dejaba un bicho vivo. Lo mismo se empleaba para los mosquitos que para acabar con la maldita polilla que siempre estaba al acecho. 


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