Nunca me gustaron los supermercados porque huelen a vida procesada, a alimentos entre rejas, a desinfectante y a negocio puro y duro. Aún llevo grabado, en ese lugar de la memoria donde descansan todos los sabores y todos los olores que pasaron por tu vida, el aroma de las calles de mi infancia, cuando cada casa y cada tienda tenían su sello propio, ese olor que te permitía saber dónde estabas sin necesidad de abrir los ojos.
Recuerdo que en la Plaza Vieja se mezclaban el olor de las rosas que lograban sobrevivir a los niños en los jardines con el de la humedad que parecía estancada en los soportales y con el tufo a coñac a café y a anís que rondaba la puerta del bar Garrote.
Recuerdo que no había una calle con tanta presencia de olores como la calle Mariana, donde en el aire se iban mezclando los aromas desde primera hora de la mañana: el del pan que vendía Carolina Montes, el de del café y los churros del bar el Paso, el de los helados de Adolfo y sobre todo, ese perfume constante, que era una invitación al placer, que destilaba el obrador de la confitería La Flor y Nata. Desde la puerta, mientras mirabas el escaparate, podías saber qué se estaba horneando en ese momento solo por el olor que se fugaba por la chimenea y las ventanas: “ahora están saliendo las medias lunas, ahora las empanadillas, ahora el pan griego”, comentabas con los amigos.
Todos los años, por primavera, la calle de Mariana se renovaba con los olores a naranja, a limón, a vainilla, a fresa y a leche merengada que traían los heladeros desde la fábrica que tenían en la calle Alborán. Cuando ibas a la heladería de Adolfo a comprarte un polo disfrutabas dos veces, primero con el olor y después con el sabor.
Los niños del barrio del Reducto, después de un rato de fútbol y de carreras, se iban a descansar a los trancos y a las aceras de la calle del Plátano para disfrutar del aroma a azúcar quemada que salía de la fábrica de caramelos de Pepe el dulce, como si no tuvieran bastante con el perfume diario que le regalaba el obrador de la panadería de Cuadrado cuando por las mañanas, antes de que amaneciera, despertaba a todo el barrio con aquel irrecuperable olor a pan recién hecho que llenaba todos los rincones.
La calle de la Reina olía a la plancha del bar Matías. Cuando había sardinas todo el barrio las disfrutaba con solo abrir las ventanas. Recuerdo el olor de la tienda de Lolica, enfrente del cine Roma. Olía a niño, a chicles de fresa y a barras de regaliz.
En la calle Arráez, mi calle, el encargado de los olores era mi padre, que en los días nublados montaba en la puerta un chambado con aquellas cajas redondas repletas de arenques y con los sacos de habas recién traídas que las clientas se llevaban para hacer las migas. Mi calle también tenía el olor a nuevo de las libretas sin estrenar, de los libros inmaculados y de las gomas de nata que vendían en la papelería Roma. Unos metros más arriba, el ambiente se perfumaba con el olor a tonel de vino de la bodega Las Cortinillas y con ese perfume especial que salía de la tienda de Galería del disco, donde los adolescentes de la época descubrimos que los discos también te entraban por la nariz.
Cuando algún sábado que otro iba con los amigos a jugar un partido al estadio de la Falange, cuando terminábamos y cogíamos el camino de vuelta por el Tagarete para cruzar por las vías del tren, teníamos la costumbre de pararnos en la panificadora Mediterránea, que desde 1966 se convirtió en la gran industria de aquel lejano barrio.
Si hubiera que definir cada zona de la ciudad por un aroma, no hay duda de que el Tagarete de los años setenta llevaba impregnado en sus calles y en sus casas aquel olor a pan que destilaba la fábrica y el del estiércol que salía de los corrales y la vaquerías que sobrevivían en una Vega en retirada. Porque las pequeñas cortijás, los bancales y esa forma de existencia primitiva de los vegueros, siguió existiendo a pesar de que cada mes aparecía un edificio nuevo en la zona y nuevas calles que se iban tragando la Vega.
De todos aquellos olores que tanto nos marcaron, hay pocos tan evocadores como el olor a plástico y a pintura que salía de las estanterías de la tienda de juguetes de Alfonso, en la calle Castelar. Cuando mi madre me compraba un indio o uno de aquellos ciclistas de plástico perfectamente uniformado y coloreado, lo primero que hacía era pegármelo a la nariz y respirar profundamente para disfrutar intensamente del regalo.
Recuerdo el olor a churros que dejaba en toda la manzana la churrería de la calle Gravina cuando una porra de churros era el pequeño lujo que las familias de clase media nos permitíamos los domingos por la mañana. Recuerdo el aroma de la Plaza del Pescado, junto al Teatro Apolo, uno olor profundo que se quedó atrapado en las fachadas de las casas para siempre. Como para siempre se nos quedó grabado en la memoria el olor a garbanzos y a bollos de azúcar que hacía más amable el viejo badén de la Rambla y el Barrio Alto.
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