La Almería de las fondas y los hostales

Las pensiones eran negocios familiares con sus clientes fijos y sus inquilinos de paso

La calle Marco o de las Posadas allá por los años treinta.
La calle Marco o de las Posadas allá por los años treinta. La Voz
Eduardo de Vicente
19:14 • 12 sept. 2024

Nos colamos en los años sesenta soñando con el turismo cuando no teníamos un hotel moderno que echarnos a la boca en la capital. Queríamos turistas, pero no teníamos donde meterlos. Queríamos que vinieran las estrellas del cine a rodar, pero cuando lo hacían echaban de menos un hotel de verdad con habitaciones con cuarto de baño y agua caliente y un servicio decente.



No disponíamos de hoteles de calidad, pero pensiones, fondas, posadas y casas de huéspedes teníamos para dar y regalar. Por tener teníamos hasta una calle junto a la Puerta de Purchena que se conocía con el nombre de calle de las Posadas por la abundancia de este tipo de establecimientos que allí existían.  Era la calle Marco, paralela a la de Granada, un callejón estrecho en el que era difícil encontrar tres casas seguidas que estuvieran alineadas. Aquel pasaje tenía todas las características de la ciudad antigua, con sus viviendas de planta baja, con su aire sombrío y con una corriente de vida constante, la que le daban las numerosas fondas que aparecían a lo largo de sus dos aceras.  



Era un buen escenario para este tipo de establecimientos: a un minuto de la Puerta de Purchena, a las espaldas de la calle de Granada, que era el camino principal de entrada al centro de la ciudad, y lo suficientemente escondido en la angostura de la calle para no llamar demasiado la atención. El trajín y el alboroto formaban parte de la vida diaria de la calle, siempre tomada por carros que iban y venían con bultos de pasajeros; siempre dispuesta para los vendedores ambulantes que se apostaban en sus aceras buscando hacer negocio. 



En la esquina con la Rambla de Alfareros solían hacer estación los lecheros que llegaban del barrio de Los Molinos con las parejas de vacas, dispuestas a ordeñarlas puerta por puerta. Por allí rondaban los mozos que iban al tren en busca de clientes para las fondas y las amas de cría que anunciaban los beneficios de su pecho en las posadas más conocidas. “Se ofrece ama de cría. Máxima higiene. Razón en la posada de la Estrella”, decía el anuncio del periódico. 



De vez en cuando aparecían por la esquina los guardias que iban de pensión en pensión buscando a alguna muchacha que se había fugado de su casa o  a una menor de edad que había llegado del pueblo con su novio sin el permiso de los padres. Tampoco faltaban los hospedajes especializados en amores furtivos, que alquilaban por un par de horas sus habitaciones, convertidas en improvisados nidos de amor.



Aquella colmena del hospedaje estaba llena de nombres sugerentes: La Estrella, la Rosa, San Rafael, Los Arcos, Virgen del Pilar, eran algunas de las más conocidas. Entre las más antiguas estaba la posada de la Estrella, que ocupaba el número uno de la calle. En el año 1888 ya se anunciaba por su modernidad, adaptada a los nuevos tiempos, y pregonaba a su clientela las bondades de su gran patio para carruajes y de su espaciosa cuadra para caballos



Aquel universo de fondas y hospedajes baratos se mantuvo casi intacto hasta los años 70. Recuerdo la vida que le daban  a la calle Obispo Orberá sus pensiones, entre las que destacaba por el cartel de su fachada y por el número de habitaciones que tenía, ‘El Sur de España’. Su dueño, Rafael Usero Valverde, la reformó en el año 1959 para adaptarla a los nuevos tiempos y levantó una segunda planta para tener más habitaciones disponibles.



Aquellas posadas antiguas vivían mucho de los viajantes y de los pequeños mercaderes que venían en el barco de Melilla con cartones de tabaco rubio de contrabando y con botellas de whisky escocés. Algunas tenían sus clientes fijos, personajes solitarios que habían establecido allí su residencia y acababan convirtiéndose en uno más de la familia.


Me acuerdo de Agustín, un hombre sin familia y sin ningún referente sentimental que allá por los años 70 vivía alojado en una habitación de la pensión Virtudes, junto al Hospital Provincial. Su casa era un cuarto húmedo y destartalado que había en una esquina del patio. Allí lo tenía todo: su equipaje, sus ahorros y sus recuerdos, revueltos entre un ovillo de ropa sucia y periódicos viejos. El bueno de Agustín solo salía por las noches del cuarto cuando la señora Virtudes, la dueña, lo invitaba a compartir la mesa y a ver con la familia un programa de televisión.



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