Esta es la historia del último lechero de la provincia

Pascual Soler nació en Palomares junto a un establo y se crio ordeñando las vacas de su padre

Pascual Soler (1948-2024) se ha ido tras una vida dedicada a la ganadería y a la agricultura.
Pascual Soler (1948-2024) se ha ido tras una vida dedicada a la ganadería y a la agricultura. La Voz
Manuel León
20:58 • 14 sept. 2024

Hace sesenta años, un muchacho llamado Pascual empezó a pedalear todos los días desde un establo de Palomares hasta la playa de Garrucha. Llevaba a lado y lado unas agüaeras como las de los borricos, con dos garrafas de blanca leche de vaca. Escalaba con su bicicleta como un Bahamontes por el camino de Las Palmeras y empezaba a recorrer las calles de Garrucha tocando el pito como los butaneros, anunciando, como un heraldo, el néctar lácteo que había ordeñado en cuclillas esa mima mañana en la vaquería de su padre Juan Diego.



El ritual continuaba cuando las mujeres, al oír sonar el claxon, salían con los cazos en ristre a servirse la leche fresca que traía Pascual en esas cacharras de latón (16 litros en cada una). 



Pascual era apenas un niño cuando fruto de ese trasiego diario conseguía hacerse de unas pesetas y surtir de leche tibia a tantas familias del pueblo de Garrucha; esa leche que después las madres hervían para matar los gérmenes y que era el alimento principal del desayunos de tantos niños antes de salir para el colegio con la cartera a la espalda; esa leche fresca, como el pan de cada día, aunque ahora nos parezca tan vieja; esa leche que borboteaba en el fuego de la cocina y que dejaba una capa de nata a la que llamábamos telo que tanto asco nos daba a algunos; esa leche de verdad, sin trampa ni cartón, de sabor intenso, que dejaba tan blanco el bigote infantil como  el cristal del vaso de Arcopal una vez consumida. Vendía Pascual en la Gurulla, en las Posaderas, en la fonda de La Campana de Teresa, vendía a los bares, a las familias y a los veraneantes del Malecón.



 



No lo tenía fácil aquel joven lechero de Palomares  porque ya empezaban  aparecer las primeras botellas de cristal de Puleva en las tiendas de ultramarinos como la de Pedro Ramilico y en el Spar de Isabel. Y porque tenía que competir también con los pastores -El Mojonero, Andrés el Veneno, el Morillo, Damián el Santero  o Pedro Molina- que seguían vendiendo leche de cabra  por las calles como antiguamente, ordeñando la chiva delante del cliente. Después de la bicicleta, vino la moto, una Gucci Dingo del 49. Hasta que se sacó el sacó el carnet y se compró una furgoneta Citröen con la que ya podía llevar muchas más garrafas desde Puerto Rey a los primeros chalets del Maricielo y hasta la casa del tío Andrés el de la Tericia en los confines del viejo Malecón desde donde en 1966 vio  caer las bombas americanas sobre el cielo de su pueblo.



Recuerdan muchas de sus clientas de Garrucha, hoy ancianas, el buen trato de Pascual, la simpatía matutina que traía consigo junto a las cubas de leche cuando empezaba el reparto abriendo la puerta trasera de la furgoneta, su bondad para dar leche fiada a las familias que lo pasaban mal porque no se pillaba pescado en la mar y su generosidad para echar siempre en el cazo del cliente un chorreón de propina, como una pedrea láctea que servía para llenar medio vaso más  para la leche de la mesita de noche.



Pascual Soler González nació en 1948, hijo de Juan Diego Soler Flores y de Manuel González Sabiote y se crió apretando ubres en un establo de Palomares. Su padre trajo las primeras vacas de leche a la comarca que compró en el mercado de Lorca. Hasta entonces, aunque pueda parecer hoy extraño, en todos esos pueblos del Levante almeriense se conocía poco la leche de vaca. Se consumía la de cabra, que era más fuerte y olorosa. 



Cuando Pascual era un niño, la Palomares prenuclear era un caserío de 500 habitantes que vivía de lo que daba la tierra. Las casas de los agricultores eran de planta baja, con un corralillo para las gallinas, un cerdo y algún pollino. No había agua corriente y se tenía que traer de pozos y norias cercanas como la de los Guardicas y el de la tía Juana de Bilbao. Hasta 1955 no llegó la electricidad y entonces se hizo un grupo de Colonización para hacer nuevos sondeos. Fue cuando empezó a extenderse el cultivo del tomate en esa tierra, que ahora ha desaparecido. Antes solo se producía patata, maíz y verduras para el consumo doméstico. Había un colegio con dos aulas y un maestro que se llamaba don Alfonso. El cura llegaba de Garrucha y en la época de las matanzas se jugaba a la brisca toda la madrugada. En ese ambiente rural, no había teléfonos, ni oficinas, ni bancos, solo una tienda de ultramarinos, el bar de Tomás y el cine de los Sáez. 


En 1972, al volver de la Mili en El Sáhara, Pascual montó su propia empresa con su hermano Sebastián. Construyó una nueva vaquería y cuando empezaron los anuncios de ‘Leche Pascual’ en la tele, la gente preguntaba que si era suya. En cierta forma, la primera Leche Pascual nació en Palomares. Fue creciendo el ganadero con su empresa, de las tres o cuatro vacas iniciales de su padre, llegó a sumar 120 cabezas de la raza Frisona. Ya había quedado atrás aquel niño ambulante que vendía leche a pedaladas. Llegó a proyectar un centro de pasteurización y envasado creando la sociedad Sol-Lait, con salas de ordeño, establo, almacenes para pienso y tanques de frío. 


A finales de los años 90, Pascual dejó de repartir leche con su camioneta por las calles de Garrucha después de casi 40 años, a pesar de que continuaba teniendo demanda. Pasó a vender toda la producción a Exaga, una empresa mayorista hasta que hace ya unos años, la leche, con la irrupción de las multinacionales, dejó de ser un negocio. 


Vendió las vacas Pascual y se concentró en la producción hortícola fundando la sociedad Tomasol, llegando a ser presidente de la organización Asaja y experimentando con el cultivo de la coliflor. Luchó mucho Pascual porque se compensara a los habitantes de Palomares por los perjuicios de la radiactividad y su voz fue muy conocida en las radios locales. A pesar de que apenas tenía estudios primarios, atesoraba grandes conocimientos del campo y cuando le preguntaban por qué entendía de tantas cosas, respondía: “Porque aprendo de noche”.


Pascual se ha ido este verano dejando un Palomares distinto de aquella aldea rural de su niñez, con una agricultura más pujante y con un pueblo festoneado de casonas con columnas dóricas y tejados a dos aguas. Con él queda extinguido ese oficio antiguo de lechero ambulante del que era el último bastión en la comarca, ordeñando y vendiendo por las calles, como Juan Palomo.  


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