El recuerdo de tus botas de agua

Por septiembre, para las primeras lluvias, sacábamos las botas de agua del baúl

La niña Josefina Franco en su terraza en la subida a la Alcazaba haciendo la tarea,  con sus botas de agua reglamentarias.
La niña Josefina Franco en su terraza en la subida a la Alcazaba haciendo la tarea, con sus botas de agua reglamentarias. Eduardo de Vicente
Eduardo de Vicente
19:52 • 17 sept. 2024

Por septiembre empezábamos una nueva vida: la vuelta al colegio, el regreso a la rutina de los horarios y las obligaciones, el reencuentro con los amigos y con los juegos cotidianos que habían quedado interrumpidos por los meses de playa, y aquel primer chaparrón que cerraba definitivamente el verano. 



En Almería siempre caía una tormenta en septiembre, un par de días de aguaceros que nos mudaban el paisaje y nos cambiaban el ánimo. Después de la lluvia teníamos la sensación de que había refrescado de verdad y esa tarde se empezaban a ver por las calles las primeras rebecas que anunciaban una nueva estación. La lluvia de septiembre nos mojaba por fuera y nos empapaba por dentro, dejándonos esa capa de melancolía que venía de la mano de un otoño anticipado.



La lluvia de septiembre en Almería casi siempre nos cogía por sorpresa. Aunque el hombre del tiempo del Telediario colgara un paraguas negro sobre nuestro rincón, nunca los creíamos porque teníamos la sensación de que con nosotros no acertaba jamás. 



Aquellas antiguas lluvias de septiembre nos pillaban en manga corta y con sandalias, con el salitre del verano pegado todavía en la piel y con el ánimo decaído por esa incapacidad que teníamos algunos de adaptarnos al colegio. Así que una tormenta con una buena tromba de agua nos venía bien para comenzar una nueva vida que empezaba aquella tarde de lluvia en la que nuestras madres removían los armarios y los baúles en busca de lo que entonces llamábamos la ropa de entre tiempo.



Entonces salían de sus madrigueras los jerseys de lana, las botas Chirucas, los pantalones de pana y el viejo impermeable arrugado al que le habíamos perdido la pista en la última primavera. Aquellas prendas olían a viejo porque aunque solo hubieran pasado cinco o seis meses encerradas, la soledad las marchitaba irremediablemente y había que lavarlas varias veces en la pila con jabón y lejía y tenderlas al sol y al viento un día entero para que pudiéramos volver a utilizarlas.



La lluvia nos devolvía también aquellas queridas botas de agua de goma que como solo las utilizábamos cuatro o cinco veces al año siempre parecían nuevas. En las casas con varios hermanos, los menores íbamos heredando las botas de agua de los mayores.



Con las botas de agua siempre te sentías un principiante, como si estuvieras estrenando una nueva sensación.  Cuando te las colocabas te sentías extraño, incómodo, como si con aquel calzado tan primitivo y tosco te pusieran una cadena en los pies. Pero nada más lejos de la realidad. Las botas de agua te incapacitaban para darle a la pelota con efecto y para jugar a las carreras o subirte por los árboles, pero te otorgaban el don de poder caminar sobre los  charcos y sentirte un Dios atravesando el océano



Como todavía quedaban en la ciudad muchas calles de tierra y como en algunas no se había instalado aún el invento del alcantarillado, los charcos eran auténticas lagunas que imposibilitaban el tránsito de vehículos y exigían el milagro de las botas de agua para poder atravesarlas. Recuerdo los consejos de nuestras madres que nos decían con insistencia “no quiero que te metas en los charcos”, pero los niños de aquella época estábamos a costumbrados a pisar todos los charcos que se nos ponían por delante en la vida y hacerlo además con descaro.


Los niños de mi generación no nos escondíamos cuando llovía, al contrario, nos revolucionábamos en aquel escenario de charcos, de barro, de calles inundadas, de puentes improvisados fabricados con tablones para poder cruzar de una acera a otra, de carreras por la calles de gente asustada, de hombres empapados que pasaban en bicicleta presagiando una pulmonía. En Almería, cuando llovía más de la cuenta, teníamos la impresión de que estábamos asistiendo al fin del mundo.


Pero a los niños, que éramos inmortales, nos gustaba la lluvia y la hacíamos nuestra compañera. Cuando corríamos bajo la lluvia teníamos la sensación de que nunca nos cansábamos y cuando jugábamos al fútbol en un trozo de tierra empapada, nos lanzábamos al suelo como si tuviéramos debajo un colchón. 


Era emocionante colocarse las botas de agua y pasar por encima de los charcos como si fuéramos impermeables. Hasta la obligación de ir a la escuela nos parecía menos penosa cuando llovía. Siempre tuve la sensación de que en los días de lluvia y tormenta las normas se relajaban en el colegio y que las explicaciones del maestro y la tarea tenían menos importancia, como si en esos instantes la naturaleza se hiciera con el control de la clase. 


En aquellas tardes de lluvia de septiembre las luces del aula se encendían antes de tiempo y el ruido de la lluvia en las ventanas o el estallido de un trueno, dejaban en un segundo plano las lecciones del profesor.


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