Las familias del barrio de los pintores

En 1958 nació una nueva ciudad con mil vecinos entre la Rambla y el Barrio Alto

La familia del ebanista Guillermo Sáez Aguilera y su esposa Francisca Arcos habitaba uno de los pisos de la calle Pintor Fortuny.
La familia del ebanista Guillermo Sáez Aguilera y su esposa Francisca Arcos habitaba uno de los pisos de la calle Pintor Fortuny. Eduardo de Vicente
Eduardo de Vicente
19:29 • 18 sept. 2024

Pegado al badén del Barrio Alto, junto a ese trozo de Rambla que entonces se llamaba el Malecón de Abellán, nació en 1958 una nueva barriada que por el número de viviendas y de habitantes tuvo siempre vocación de pueblo. Fue como si de pronto alguien se sacara de la chistera otra ciudad sobre un escenario tan singular como aquel territorio fronterizo y arrabalero que se extendía desde el cauce de la Rambla a la Carretera de Ronda.



Unos le llamaban las 300 viviendas, otros le decían las casas de sindicatos, aunque su nombre más popular, por el que todo el mundo lo reconocía, era el del barrio de los pintores porque todas sus calles estaban dedicadas a ilustres artistas de la paleta y el pincel: Fortuni, Martínez Abades, Rosales, Sorolla, Verdugo, Vicente López, Romero de Torres y Zuluoga le daban nombres a sus calles.



El barrio de los pintores se concibió en dos promociones: el grupo Alejandro Salazar, con 192 viviendas, y el grupo Onésimo Redondo, con 108. Fue un proyecto tutelado por la organización sindical con la colaboración del ayuntamiento, que se encargó de donar los terrenos. Eran bloques de tres y cuatro plantas de altura que tenían la peculiaridad de no contar con el invento del ascensor, tal vez pensando en la salud de sus vecinos, obligados a subir y bajar escaleras a todas horas.



Otra particularidad de las viviendas era que estaban rematadas con cubiertas a dos aguas, rompiendo la vieja tradición urbanística de Almería, donde la mayoría de sus casas y edificios contaban con un terrao. Para compensar estar carencia, los arquitectos Langle y Góngora dotaron a cada una de las viviendas de una terraza con lavadero incorporado, que casi siempre se les quedaba pequeña a las familias a la hora de tender la ropa, por lo que había que recurrir al viejo método de poner una cuerda en las ventanas y montar improvisados tenderetes.



El domingo 13 de abril de 1958 el obispo don Alfonso Ródenas se trasladó con todo su séquito a la nueva barriada para empaparla con agua bendita. Ese día se entregaron las llaves a las primeras familias, que venían de todos los puntos cardinales de la ciudad y que componían un cuadro heterogéneo marcado por un denominador común: su imparable ascenso a lo que en la década siguiente se le llamó la clase media.



El barrio de los pintores se llenó de familias muy humildes, de gentes de oficios diversos. Allí se mezclaban los ferroviarios con los albañiles, los mecánicos con los funcionarios, los empleados de banca con los maestros de escuela, los curas con los médicos. La mayoría eran familias que venían de abajo hacia arriba, en pleno crecimiento social. 



La calle más importante del barrio de los pintores era la dedicada al pintor Rosales, que en 1960, recién inaugurada la barriada, contaba con 471 vecinos. Allí destacaba la figura del sacerdote José Antonio Montañés Ara, que era el capellán de la cárcel. No era el único cura del barrio, en la calle Pintor Fortuni vivían don Luis Almecija, de la iglesia de San Pedro, y el padre don Sixto Garrido, que gracias a su cargo de asesor espiritual de Sindicatos encontró acomodo en una de las viviendas de la nueva barriada.



Otro vecino ilustre era el peluquero Sebastián González, por cuyas manos pasaron casi todos los niños del distrito. Era tan conocido como el vecino Manuel Cortés, que era el encargado de poner las inyecciones. Aquel practicante incansable se conocía todas las casas y se sabía de memoria el nombre de cada uno de sus inquilinos.  


El barrio de los pintores tenía sus guardias civiles, sus músicos, sus zapateros remendones y un médico que era toda una institución entre sus vecinos, el doctor Francisco Rosales Guevara, que era médico inspector del Instituto Nacional de Previsión.


Aquel suburbio era distinto. Con sus bloques oscuros con tejados que parecían copiados de una ciudad del norte y sus calles sin asfaltar donde los niños podían revolotear a sus anchas. Había dos ambientes diferentes en el barrio de los pintores: uno el de las mañanas, marcado por la presencia de los vendedores ambulantes y de las amas de casa, y otro ambiente por la tarde, cuando a la salida del colegio la chiquillería transformaba los solares en campos de batalla y estadios de fútbol. Esa era la esencia del barrio de los pintores, el aluvión de vida de sus calles: los hombres, en sus ratos libres, montaban partidas de cartas y de dominó con una mesa y cuatro sillas en cualquier esquina; las mujeres se bajaban las butacas a las aceras para tomar el fresco y hablar, y los niños campaban a sus anchas,  como versos libres, eso sí, sin atreverse a perturbar a sus vecinos, los niños del Barrio Alto, que a la hora de las guerrillas eran auténticos legionarios. 


Cuando el nuevo barrio se inauguró, en la primavera de 1958, lo separaba del corazón del Barrio Alto una tapia medio derruida que lindaba con un descampado al que acudían los vecinos con menos recursos a hacer sus necesidades.  Más de una vez, al abrir la ventana, las vecinas del barrio de los pintores se encontraban con la estampa de un señor en cuclillas pegado a la tapia.


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