Los curas ‘enrollaos’ de la Catedral

Don Antonio Sánchez Gómiz era un sacerdote moderno que no te imponía la fe

El cura Gómiz en sus años de juventud, dándole la comunión a una niña.
El cura Gómiz en sus años de juventud, dándole la comunión a una niña. Eduardo de Vicente
Eduardo de Vicente
19:33 • 19 sept. 2024

Para los que éramos niños de la Catedral, un cura ‘enrollao’ era el que no te paraba por la calle para recordarte que eras un pecador empedernido y que estabas tan lejos de Dios que ya empezabas a oler a chamuscado y a quedarte ciego. Un cura ‘enrollao’ entendía que fuéramos un poco golfos de calle y te daba su bendición pasándote la mano con ternura por el pelo y diciéndote: “Pórtate mejor”. 



El cura ‘enrollao’ era la antítesis del cura chusquero, ese que tenía hilo directo con el Señor, el que te agarraba en la Plaza de la Catedral jugando al fútbol y se sacaba del bolsillo de la sotana el libro de ausencias para recordarte los domingos que llevabas sin ir a misa, después de darte un morrillazo o tirarte de la patilla.



Un cura ‘enrollao’ era don Antonio Sánchez Gómiz, que para muchos de nosotros era más maestro que sacerdote. Un cura duro era don Juan López, al que procurábamos esquivar cada vez que podíamos para que no nos metiera el miedo en el alma con sus presagios tenebrosos. 



Qué distinto era don Antonio Sánchez Gómiz, alegre, atento, con la pedagogía suficiente para ponerse en la piel de los niños cuando era necesario. Para nosotros era un cura moderno, sin ramalazos catastrofistas, de los que pregonaban la fe más con actos que con oraciones, de los  que se ponían a jugar con nosotros en medio de la calle.



Don Antonio nació en Albox el 10 de marzo de 1925. Su padre, don Antonio Sánchez Trinidad, era maestro de escuela de honda vocación. Desde niño, ya se sentía atraído por el silencio, la lectura y el recogimiento de las iglesias. Le gustaba mirar las imágenes de los santos y hablarles en voz baja, refugiarse en la soledad de una plaza y sentarse bajo un árbol a devorar un libro. 



Tenía 14 años cuando decidió emprender el camino del sacerdocio. La Guerra Civil había terminado y su decisión era firme. Como todos los jóvenes de aquella época que siguieron sus pasos, no pudo comenzar sus estudios en el Seminario de Almería, ya que quedó muy deteriorado después de tres años de contienda. Se marchó a Granada y durante una década emprendió una exhaustiva formación que terminó en 1951 cuando fue ordenado sacerdote. Nunca pudo olvidar la emoción de la primera misa en la capilla del convento de Las Puras y su ingreso en el Coro



A Don Antonio también lo conocían con el apodo del ‘monsieur’, que quiere decir señor en francés. Se lo pusieron sus alumnos del Colegio San José, donde enseñaba el idioma todas las tardes. También fue profesor del Diocesano durante 25 años, cuando el colegio estaba situado en una esquina de la plaza de La Catedral. Era un superdotado para las lenguas extranjeras; hablaba y escribía el francés perfectamente, dominaba el inglés y se defendía con el ruso, idioma que fue aprendiendo en las obras de Dostoyevski y en unas cintas de casettes que vio en una revista, en uno de esos anuncios que te invitaban a aprender una lengua por correspondencia. Los niños más atrevidos le preguntábamos: “don Antonio ¿cómo se dice mierda en ruso?” y él se reía y contestaba: “Estoy estudiándome el diccionario y no he llegado todavía a la letra m”.



Le hubiera gustado también hablar el árabe, pero sólo consiguió aprender un poco de vocabulario viendo los programas de la televisión marroquí. Allá por los años setenta algunos teníamos la costumbre de subir por las tarde al terrao para darle la vueltas a la antena de la tele y orientarla hacia el mar para que nos llegara la señal de Marruecos. Muchos vimos los partidos del Mundial de Argentina de 1978 en los que no jugaba a España gracias a esta ocurrencia.


Don Antonio Sánchez Gómiz tenía vocación por los idiomas y también era un superdotado con la música. Dicen que tenía una de las mejores voces que se han escuchado en La Catedral y que cuando se encerraba en sus pensamientos, que solía ocurrir con frecuencia, se olvidaba hasta de su nombre, de ahí su bien ganada fama de despistado que tantas confusiones le fue regalando a lo largo de su vida.


Monsieur Antoine nos dejó el recuerdo de un cura bueno que hablaba con los santos en cualquier idioma, de un profesor humilde que jamás tuvo un gesto de desprecio hacia un alumno, de un tipo ‘enrollao’ que creía en Dios sin darse golpes de pecho y sin imponérselo a nadie. 


Los domingos que te lo cruzabas en la puerta del cine Roma, se sacaba dos pesetas del bolsillo y te compraba un paquete de cacahuetes o de garbanzos y cuando le dabas las gracias te decía con una sonrisa en los labios: “Esta noche reza un Padre Nuestro por mí”.


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