Dios está en mi casa sentado sobre un trono de madera en una de las repisas del mueble del comedor. En una mano sostiene una bola azul que representa al mundo y en sus rodillas descansa un niño con el torso desnudo y la mirada perdida en el cielo. Es un Dios cercano que huele a cocido, a potaje de acelgas y a gazpacho en verano. Es un Dios diferente al de las iglesias, que me parece triste, indefenso y lejano, demasiado preocupado con la carga de su cruz como para estar pensando también en nuestros problemas. En un rincón del mármol de mi cocina habita San Pancracio al que nunca le falta una hoja de perejil, y en la pared de uno de los dormitorios aparece un cuadro con la Virgen.
Cuando era niño, en casi todas las casas del barrio había una Milagrosa y la familia que no la tenía la recibía al menos un día al año de manos del mayordomo. En los barrios, la ceremonia de llevar la urna por las casas, que hoy se ve como un acontecimiento extraordinario, era un ritual habitual que se desarrollaba durante todo el año hace apenas un par de décadas. La estampa de aquellas mujeres vestidas de negro o enfundadas en el hábito marrón de la Virgen del Carmen, portando una Milagrosa por la calle, forma parte de nuestra memoria colectiva. Hoy, la tradición se mantiene en algunos pueblos, pero en la capital se ha ido perdiendo porque las nuevas generaciones no han ido alimentando esta creencia y cada vez son menos los que se postran delante de un santo a darle gracias o a pedirle que las cosas vayan mejor.
Los santos estaban integrados en las casas, formaban parte de las familias y sus creencias y constituían de paso un buen negocio para los comercios que las vendían. En la tienda de el Valenciano, la más antigua de la ciudad, tenían una estantería completa llena de santos y un libro guía que le mandaban de Cataluña para que el cliente pudiera elegirlo a su gusto. Hasta hace cincuenta años, las figuras religiosas se vendían como churros y en casos concretos, como el de la Virgen del Carmen, se agotaban continuamente porque no había un solo hogar en barrios como el Zapillo o Pescadería, donde no se venerara a la patrona de los marineros. En esa lista de superventas estaba también San Pancracio, al que una lotera de Madrid le otorgó poderes extraordinarios cuando tras dar el premio Gordo de Navidad dijo por televisión que el número agraciado lo había colocado unos días antes junto a una rama de perejil a los pies de San Pancracio. El milagro fue doble porque desde aquel día al Valenciano se le formaron colas en el mostrador para llevarse la figura del venerado mártir romano.
La tienda de El Valenciano conserva aún su vieja estantería llena de imágenes, pero lo hace por tradición, por no quebrantar la espiritualidad del negocio, pero ya no hay quien las compre. Los almerienses ya no le ponen velas a los santos. El dueño del establecimiento dice que ni se acuerda de la última figura que vendió, que dejó de pedirlas, que la mayoría de los talleres que las fabricaban tuvieron que cerrar y que las mantiene porque son un trozo de la historia de este centenario establecimiento. En la estantería tiene auténticos tesoros, santos y vírgenes que llevan en la tienda más de cincuenta años, auténticas obras maestras de las que fabricaban en la prestigiosa Casa Margui de Olot, que dejó de funcionar allá por 1979.
Son santos solitarios, vírgenes con cara de tristeza, quizá porque ya no encuentran a nadie que les abra las puertas de su casa y les rece por las noches y les ponga una vela. Detrás de la vidriera se marchitan las figuras del Niño Jesús, que tanto nos evocan nuestra infancia, cuando era costumbre colocarlas junto a la lamparilla de la mesita de noche para que velara por el sueño de los niños. Hoy solo son efigies de escaparate, memoria de una fe popular que ha ido desapareciendo. Hemos dejado de creer y de rezar, hemos cambiado de dioses y ahora, en vez de ‘Inmaculadas’ y ‘Corazones de Jesús’, la gente prefiere el Indalo, que en la tienda de El Valenciano se vende de todos los gustos y colores, o las gitanillas bailando flamenco, un clásico de siempre que sigue teniendo mucho tirón comercial. “Lo más vendido, el producto estrella que me lo pide sobre todo la gente que viene de fuera son los imanes de frigoríficos con motivos almerienses”, asegura Andrés Ivorra, el dueño del negocio.
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