La playa cambiaba de piel en los primeros días de otoño. Aunque el verano no se hubiera retirado todavía y el mar siguiera invitando a bañarse, la soledad de la playa a finales de septiembre era irremediable y pasaba a convertirse en un escenario secundario, como si de pronto se hubiera ido alejando de la ciudad hasta situarse en un segundo plano, tras el telón de la vida cotidiana.
Aquellas semanas de cambio, con el otoño rozándonos la piel, era el momento de las pandillas de muchachos que aprovechaban la soledad de la playa para descubrir los lugares prohibidos, las zonas en las que no estaba permitido bañarse, los territorios al otro lado de la ley. Entonces los niños tomaban posesión de aquella playa que se extendía desde los hierros del Cable Inglés a las rocas del espigón de levante. Era la más cercana que teníamos, en la desembocadura de la Rambla de Belén, pero también la era la menos recomendable porque el fondo era inestable y apenas existían unos metros en los que se podía dar pie.
El encanto de aquella playa era el cartel de ‘prohibido bañarse’ y la aventura que suponía nadar donde nacía lo hacía mientras las turbinas del cargadero derramaban el mineral en el vientre de un barco. Aquella cala extraordinaria duraba el tiempo que tardaba en descargar la primer tormenta de la temporada, que casi siempre caía entre septiembre y octubre, provocando la salida de la Rambla, que arrastraba hasta la orilla todo lo que se encontraba por el cauce dejando la playa hecha un lodazal.
Septiembre era un buen mes para lanzarse a la conquista de la boya, esa isla de hierro redonda en medio del mar donde no llegaban las voces de la ciudad. La boya estaba rodeada de una leyenda: se decía que allí solo llegaban los valientes y los más fuertes, los que estaban dotados de una capacidad pulmonar extraordinaria y de unas espaldas poderosas. La boya más popular estaba situada a medio camino entre la playa de las Almadrabillas y el Faro y aunque a simple vista en los días de aguas tranquilas no parecía que estuviera muy lejos, la verdad es que con la mirada no se calculaba con certeza la distancia que existía y cuando los jóvenes empezaban a nadar hacia ella siempre se acababa teniendo la impresión de que la maldita baliza se iba alejando.
El más difícil todavía era llegar nadando hasta los muros del Faro, una aventura reservada únicamente para los superdotados. También era una prueba de fuerza y coraje tirarse desde el Faro al mar, comparable solo al desafío de lanzarse al puerto desde la altura de las grúas. Lo habitual entre los adolescentes era competir a los saltos desde el muro de piedra que custodiaba la escalinata real, que además de valentía exigía una buena dosis de estómago ya que en ese tramo las aguas del puerto siempre estaban sucias con manchas de aceite y gasolina que dejaban los barcos.
A la escalinata real iban los niños a pescar cuando se escapaban del colegio y se pasaban las horas de clase aprendiendo en la universidad de la vida, o cuando a finales de octubre llegaba la flotilla de barcos del norte en busca del atún. Aquellas escaleras junto al mar eran la mejor tribuna para sentarse y contemplar las faenas de aquellos aguerridos marinos que llevaban la huella del mar grabada en la frente. Venían de lugares que nos parecían remotos, con nombres sugerentes y extraños como sacados de un cuento: Bermeo, Lequeito, Ondarroa, Motrico, y de sus mástiles colgaban banderas de su tierra y alguna que otra camiseta del Athletic de Bilbao y de la Real Sociedad de San Sebastián.
Había quien colocaba el trampolín imaginario en el muro del espigón de levante y desde allí, nadando, llegaba hasta el Faro. El espigón de levante tenía su lado oculto, el de las rocas, que se comunicaba con la playa del Cable Inglés. Las rocas eran un territorio casi exclusivo para los pescadores, que se pasaban las tardes medio ocultos entre las piedras con su caña y su cubo esperando que Neptuno le mandara un par de piezas.
Los niños jugaban a cruzar saltando por las rocas, a coger erizos con las manos y a fumarse los cigarrillos a escondidas en aquellas tardes robadas al colegio. Aquel escenario era un buen rincón para perderse un rato mirando al horizonte, o simplemente para dilapidar el tiempo mirando las olas y escuchando el sonido del agua cuando entraba por debajo de las piedras. Los días de diario, en esas tardes de octubre en las que empezaba a oscurecer a las seis y apenas había actividad en el puerto, sentarse en las rocas era escaparse por unos minutos del mundo que nos rodeaba. Entonces se podía escuchar la voz del mar, ese eco misterioso del que nos hablaban los marineros cuando contaban sus historias de navegantes.
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