Había padres que haciendo un gran esfuerzo económico, exprimiendo las cuentas de la casa hasta el límite, conseguían ese dinero extra que necesitaban para que sus hijos pudieran ir a un colegio de pago, que allá por los años 50 y 60 representaban el paradigma de la buena enseñanza.
Aquellos padres y madres de la austeridad, forjados a fuego en la cultura del ahorro peseta a peseta, que en muchos casos habían sufrido las necesidades de la guerra y el frío interminable de la posguerra, compensaban sus frustraciones de juventud dándole a sus hijos lo que ellos no habían podido tener en la vida: una oportunidad.
Estudiar era ese camino que a muchos padres le había negado su tiempo y que querían recuperar a través de sus hijos. Que el niño o la niña estudiara era una forma de decir que esa familia había triunfado o al menos estaba intentándolo y en pos de esa meta no se escatimaban recursos aunque a veces hubiera que recortar los gastos por otro lado. “Si es preciso me quito yo de comer para que mi hijo estudie”, decían algunas madres en aquellos años.
Para conseguir el sueño no solo era necesaria la buena aptitud de los hijos a la hora de coger los libros. También se consideraba fundamental el centro donde se formara, que la falta de disciplina y la pereza propia de la edad infantil tuviera el contrapunto de un buen profesorado que apretara el acelerador y le exigiera al niño al máximo, con la autoridad y el rigor suficiente para que el proceso de aprendizaje pudiera desarrollarse por lo que entonces se consideraban sus cauces naturales.
Mandar a un hijo a un colegio de pago era asegurarse el éxito si el niño era despierto y disciplinado, por lo que merecía la pena el sacrificio familiar. Los colegios de pago de Almería como La Salle, el San José y el San Miguel, que eran los más célebres en los años 60, tenían fama de duros y de preparar muy bien a sus alumnos. El que salía de estas escuelas con buenas notas afrontaba con mayores garantías el paso al Bachillerato.
De los colegios privados que no estaban regidos por religiosos, uno de los más importantes por el número de profesores y alumnos que tenía era el San José de la calle de la Reina. Los que pasamos por sus aulas sabemos muy bien el rigor de este centro, cómo apretaban los maestros, la relación tan estrecha que existía entre el educador y el educando, cuando el profesor o la señorita lo sabía todo de nosotros y no dudaba en llamar a tu padre o a tu madre al colegio cuando surgían los problemas.
Entonces la autoridad del maestro era incontestable y si te daba una buena tanda de palmetazos de nada te servía llegar a tu casa denunciando el castigo, ya que te podía costar otro peor aún, que no te dejaran salir a la calle a jugar. Recuerdo el temor que le teníamos a don Rafael, el director, que era el último en juzgarte cuando un maestro te llevaba a su despacho en señal de castigo.
Es verdad que tanta disciplina, tanto castigo, no eran los mejores métodos pedagógicos para el desarrollo del niño, pero al menos en mi caso puedo asegurar que me ayudaron a esforzarme, que equilibraron mi tendencia natural a la holgazanería, que me empujaron a coger los libros y a dejar la pelota aunque solo fuera un rato después de la merienda.
El otro gran colegio de pago de la época fue el San Miguel. Su director, don Miguel Romero, era un buscavidas tremendo que llegó a tener escuelas en la calle Braulio Moreno, en Magistral Domínguez, en la Plaza de Marín, en la Plaza de Pavía y en la colonia de los Ángeles.
Muchos padres que veían que sus hijos no progresaban en los estudios optaron por encomendarse a don Miguel Romero, un maestro que tenía fama de regenerador de causas perdidas. El colegio ofrecía clases de primera enseñanza en jornadas de mañana y tarde, pero además se mantenía abierto a partir de las cinco, cuando comenzaban las clases particulares a las que asistían los muchachos que estaban preparando el examen de Ingreso en el instituto y los que estando ya en el Bachillerato necesitaban el refuerzo de un profesor particular para poder superar las asignaturas más delicadas. El ‘San Miguel’ siempre estaba abierto, hasta en verano, cuando se organizaban cursos intensivos para preparar los exámenes de septiembre. “Padres, a la hora de elegir un buen colegio para vuestros hijos, tened presente el sólido prestigio del colegio de San Miguel, fundamentado en estos elocuentes pilares: Trabajo honrado y metódico, excelentes métodos de enseñanza, experiencia de muchos años, competente profesorado, constante cooperación entre padres y profesores, tareas y estudio vigilado en el mismo centro, clases amplias, alegres y soleadas”, contaba la campaña publicitaria que cada septiembre lanzaba a la calle el colegio.
El San Miguel tenía su recibo mensual que había que entregar a los padres para que pagaran la cuota correspondiente. “Recordarles a vuestros padres que estamos a día cinco y todavía no han pagado el mes”, solían avisar los profesores.
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