Almería era una ciudad que cerraba temprano. Recuerdo, de niño, que un día de diario de invierno, a las nueve de la noche, ya no quedaba nadie por las calles, solo los rezagados que regresaban de la taberna, los que iban en busca de una farmacia de guardia o el hombre de los Iguales que venía de entregar los cupones en la delegación de la ONCE.
Cuando llegaba la hora de cerrar los comercios la ciudad se iba a dormir y un silencio de domingo triste de otoño se apoderada del ambiente, como si se hubiera extinguido la vida. Entonces en la mayoría de las calles de los barrios la iluminación era escasa con aquellas humildes bombillas que llenaban de sombras los rincones, contribuyendo a acentuar esa sensación de ciudad desolada.
Las calles se iban quedando desiertas a medida que iban cerrando las tiendas. El ruido de las persianas al bajar nos marcaba la hora a los niños, que sabíamos que había llegado el momento de recogerse. La noche, en aquel tiempo, no era un territorio propicio para quedarse en la calle y las madres se encargaban de recordarnos toda esa lista de temores que pasaba por el borracho que cruzaba por tu puerta a deshoras cogiéndose a los barrotes de las ventanas para no caerse y por el hombre del saco que siempre estaba presente en nuestra conciencia infantil.
Había un miedo común a los callejones oscuros, que eran casi todos, ya que Almería, a comienzos de los años setenta, presentaba importantes carencias en el alumbrado público.
Cuando la última tienda o el último bar echaba las persianas la noche caía con todos sus espectros. En esos momentos a los niños se nos calentaba la imaginación y sacábamos a pasear esas viejas historias que nos habían contado en nuestras casas, aquellas leyendas que nos hablaban de los mantequeros y del hombre del saco.
No había una historia más común en Almería que la de los mantequeros. Se la habíamos escuchado a nuestras madres, que no tenían otra fórmula para alejarnos de la calle que llenarla de miedos. La historia del mantequero estaba basada en un suceso real, el célebre crimen de Gádor, y era sin duda, la que más nos impresionaba. Nos decían que el mantequero era hijo de las sombras, que merodeaba por los callejones oscuros en busca de algún niño rezagado, a esas horas en las que la noche empezaba a caer.
El mantequero fue nuestro fantasma de cabecera durante la infancia, el que siempre estaba presente en nuestros miedos. A veces, cuando al caer la tarde regresábamos por sitios solitarios, atravesando la soledad de la Rambla o la playa de las Almadrabillas en invierno, se escuchaba la voz de un niño que gritaba con pánico: “Que vienen los mantequeros”, y en ese instante empezábamos a correr con el corazón en la garganta, creyendo de verdad que aquel siniestro personaje venía detrás nuestra con un cuchillo en la mano dispuesto a sacarnos las entrañas.
Los que parecían no tener miedo eran las parejas de enamorados que aprovechaban el manto de la noche para dar rienda suelta a sus instintos. A los niños nos gustaba mucho jugar a espiar a los novios y a veces hacíamos escapadas hasta el Parque Viejo, que era el escenario oficial de los besos y de los abrazos cuando los gestos de amor había que hacerlos a escondidas para no escandalizar a nadie.
Almería era un pueblo que se quedaba sin ecos después de las nueve de la noche. Entonces no había calles llenas de bares como ahora ni turistas que hicieran cola en las puertas de la tabernas como si estuvieran delante de un monumento. Es verdad que los cines del centro, que eran muchos y estaban presentes también en algunos barrios, abrían todos los días, pero casi nadie acudía un lunes a la última función porque aquí no teníamos la costumbre de trasnochar. Recuerdo que había noches en las que la taquillera del cine Roma, en la calle de la Reina, echaba la persiana dos horas antes con las butacas completamente vacías.
Esos silencios, tan característicos de nuestras calles, se hacían insoportables los domingos, cuando a la soledad de la noche se sumaba la tristeza que nos dejaba la proximidad del lunes. Un domingo de invierno, a las ocho de la noche no había un alma en la calle, ni uno de aquellos niños rezagados que a veces se quedaban jugando a la pelota en medio de la oscuridad, ni el vendedor de Iguales, ni el borracho de los días de diario.
Los domingos oscurecía cuando recuperábamos la cartera del rincón donde la habíamos dejado olvidada el viernes por la tarde y la abríamos con ese miedo que teníamos los niños cada vez que nos enfrentábamos a la tarea. Si los momentos de felicidad de la infancia se te quedan grabados para siempre en la memoria, aquellas noches prematuras de los domingos de invierno también se quedaron marcadas a fuego para siempre entre los recuerdos más tristes. Con las calles apagadas, con los resultados de los partidos sonando en la radio, te ponías a hacer los deberes agobiado por la soledad.
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