Los pasteles de confitería, los que se exhibían como trofeos imposibles detrás de las vitrinas y de los escaparates, tenían la solemnidad de los grandes manjares. Los niños nos parábamos delante para disfrutarlos aunque solo fuera con la mirada. Nos gustaba contemplarlos, tan cuidadosamente alineados en las repisas, mostrando sus encantos a pobres y ricos. Aquellos pasteles nos miraban a los labios, nos guiñaban un ojo y nos invitaban a pasar sin saber que no llevábamos una peseta en los bolsillos.
Aquellos dulces de confitería eran un pequeño lujo del que disfrutábamos de vez en cuando, en fechas señaladas como el día del santo de un familiar o cuando al volver del médico nuestras madres nos recompensaban por el mal trago comprándonos una media luna o un papel de melindres, que entonces estaban de moda.
Los pasteles nos parecían mucho más cercanos, más asequibles, cuando nos encontrábamos con ellos en la calle a bordo de aquellas bandejas con tapete blanco que llevaban los vendedores ambulantes. Cuando un merengue salía de la vidriera noble de una confitería y te abordaba en medio de una plaza o frente a la puerta del colegio la sensación era distinta, como si el dulce quisiera ponerse a tu altura. Qué revuelo se armaba cuando al salir de la escuela con el estómago medio vacío te encontrabas con el vendedor ambulante y su cargamento de pasteles.
Recuerdo a aquel buhonero que en la tarde del Viernes Santo se presentaba en la Plaza de San Pedro con una bandeja llena de merengues para hacer negocio a la salida de la procesión del Santo Entierro, que como salía de día y era el cortejo oficial, era la que más público congregaba.
El vendedor llegaba son su traje gris marchito donde destacaban dos bolsillos profundos en los que llevaba las monedas, con aquellos zapatos de piel desgastados por los inviernos que parecían cansados de recorrer la ciudad de un esquina a otra. Allí, mientras salía Jesús yacente, el hombre se ganaba el pan para varios meses rodeado de niños hambrientos. Como era un día festivo y como no se podía comer carne, las madres acababan dando su brazo a torcer y sacando del bolso esa moneda de duro que te permitía contemplar el paso del féretro con una sonrisa entre los labios. En uno de aquellos Viernes Santo en la Plaza de San Pedro comprendimos la verdad irrefutable de aquel refranillo que decía que “los duelos con pan son menos”.
Aquella tarde gloriosa era también el día grande del niño de las pipas y del cacahué, del que pasaba vendiendo tabaco en una talega, del que tiraba de un cubo con hielo con agua fresca y gaseosas y de los pobres de solemnidad que mendigaban la caridad del prójimo delante de la imagen de la Virgen de los Dolores. Era el día del heladero que estrenaba cada temporada en la Plaza de San Pedro, vendiendo al compás de la marcha fúnebre que interpretaban los músicos de la Banda Municipal.
Aquellos vendedores ambulantes formaban parte de nuestra infancia aunque a comienzos de los años setenta estaban ya en franca retirada. Cada vez quedaban menos, aunque de vez en cuando disfrutábamos de su presencia. Recuerdo la figura del hombre del pirulí y del que iba con la cesta de mimbre vendiendo manzanas con caramelo. A su paso iba dejando un rastro de olor a azúcar quemada que llenaba las calles de un aroma denso, dulce y cálido. Detrás, llevaba siempre una procesión de niños, algunos con una moneda en la mano, y otros, la mayoría, sin más aspiración que la de saborear el perfume que destilaba el caramelo.
En las puertas de los colegios siempre había un vendedor de caramelos y en algunas casas de vecinos, la portera, para ganarse la vida, levantaba en el mismo portal un improvisado puesto de chucherías. En la casa antigua de la Plaza Castaños, que todavía sigue en pie, vivió una de aquellas porteras que ponía el carrillo al lado de las escaleras. Allí se pasaba el día y parte de la noche, esperando que aparecieran los niños, al calor de un brasero de leña y con la única luz de una maltrecha lamparilla de petróleo.
Para Navidad, aparecía por las calles el que vendía las ‘papicas americanas’, un sencillo dulce hecho con masa de harina y coco, que embriagaba por su sabor dulce y además quitaba el hambre. El vendedor, era un hombre pulcro, que llevaba la mercancía en una cesta de mimbre, tapaba los dulces con un paño blanco y utilizaba unas pinzas para no tocarlos con la mano. Era todo un personaje, un tipo con buen humor que iba entonando una cancioncilla que decía: “Las papicas americanas, que son muy ricas y son muy sanas, y son muy buenas de comer. Al que me compre dos gordas, le bailaré”.
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