Al armario se le iban descolgando las puertas y se le desconchaba año tras año la pintura. Cada temporada que pasaba había que echar mano de las bolas de alcanfor para que los malos olores no se apoderaran de la ropa y que la polilla no agujereara la madera. Pasaba el tiempo por el armario, pero no por aquellas chaquetas de lana que sobrevivieron a los muebles y a toda nuestra juventud.
Las chaquetillas de lana se pusieron de moda en los años 70 y no había un joven que no tuviera una colgada en la percha. Solían ser de color blanco con un tono vainilla, con dibujos en relieve del mismo color y tenían la ventaja de que como abrigaban tanto podían sustituir perfectamente a los jerseys. Te ponías tu chaqueta blanca con una camisa de manga larga debajo y así podías cruzar perfectamente por el tímido invierno almeriense.
Eran tan frecuentes que en el instituto no podías arriesgarte a dejarla en la percha cuando entrabas en la clase, ya que podías llevarte después la que no era la tuya, por lo que cada uno colgaba su chaqueta en el respaldo de la silla para evitar confusiones.
Las chaquetillas blancas de lana formaron parte de nuestra indumentaria durante años. El armario iba cambiando de aspecto con la ropa moderna que iba saliendo, pero allí seguían aquellas chaquetas incombustibles que por muchos lavados que llevaran siempre parecían nuevas, dispuestas a atravesar contigo la juventud, aguardando con paciencia el día en el que volvías a ponértela.
Por aquellos años también formaron parte de nuestro vestuario las chaquetas y los pantalones de pana, que de la mano de grandes firmas de ropa como Lois o Alton renacieron para convertirse en prendas de la juventud. Competían un escalón por debajo con los pantalones vaqueros que en los años 70 conquistaron completamente el mercado y el corazón de los adolescentes. Por doscientas pesetas te podías comprar un pantalón vaquero de color blanco en las rebajas en el año 1977, la mitad de precio de lo que costaban entonces los vaqueros azules de las marcas más importantes.
El día que te compraban tu primer vaquero comprendías que la infancia empezaba a quedar atrás. Era un rito iniciático, como el primer afeitado, como la primera vez que te dejaban ir solo a la playa o la primera vez que dabas un beso de verdad. Qué maravillosos eran aquellos pantalones que lo aguantaban todo: la tinta del bolígrafo que se te derramaba en el bolsillo trasero, la mancha de mugre en el culo de sentarte en los trancos y hasta el lamparón de aceite que te había dejado en la pierna el bocadillo de tomate de la merienda.
Allí íbamos nosotros, adolescentes de los años 70, con nuestra carpeta del instituto llena de pegatinas, con la chaquetilla de lana blanca para no coger frío y nuestros vaqueros con la campana reglamentaria que era propia de aquellos tiempos.
Los pantalones de campana llegaron a todos los barrios de Almería, por humildes que fueran, y lo hicieron como la segunda gran prenda de moda que vino de la mano de la televisión después de la minifalda. Técnicamente se le conocía como pantalón de pata de elefante, ancho en la caída sobre el pie, estrecho sobre la cintura, y fue la gran revolución del vestir para la juventud de la década de los setenta. Era una prenda asequible para todos los bolsillos, que llegó con un aire rompedor, a medio camino entre roquera y psicodélica, abierta a cualquier color por atrevido que pareciera. En aquellos años de furor, se estableció en el Paseo el empresario José María Zapata con una tienda innovadora que bautizó con el sugerente nombre de ‘Los diez mil pantalones’. El local estaba adornado con colores llamativos y una moto de gran cilindrada presidía la entrada, reclamando la atención de los clientes más jóvenes.
El secreto del éxito de este comercio se basaba en la variedad y en los precios, muy asequibles al fabricarse directamente en una factoría que el señor Zapata montó primero detrás de la iglesia de los Franciscanos, y en 1975 en el paraje conocido como el 120, en el término municipal de Huércal. Es difícil encontrar a un adolescente de entonces que no pasara alguna vez por la tienda de ‘Los diez mil pantalones’, alentado por las espectaculares ofertas de dos por uno con las que se cerraban las temporadas y por la gran variedad de colores.
Los viejos pantalones de campana, siempre sin correa, fueron la estética de un tiempo, cuando la mayoría de los jóvenes lucían la prenda de pata ancha con un jersey muy corto y estrecho y unos zapatos de plataforma que al igual que los pantalones admitían todos los colores. Si todavía no hacía frío, el jersey se sustituía por la chaqueta blanca de lana que era una bendición y nunca pasaba de moda.
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