Pasabas el almacén del cargadero de mineral que atravesaba Ciudad Jardín para desembocar en la playa, pasabas la calle de la familia Naveros con sus casillas de planta baja que miraban de costado al mar, pasabas la tapia de la terraza de cine San Miguel y te encontrabas con el muro del puesto de la Guardia Civil, con sus viejos barracones de madera asomando por detrás y aquella puerta estrecha que estaba coronada por el escudo y el nombre del cuerpo.
Aquel puesto playero tenía aspecto de cortijo. Solo el letrero de la benemérita y la presencia de los guardias que vigilaban la entrada le daban la formalidad que debía tener un cuartel.
Cuando los niños pasábamos por delante del puesto, en esas tardes que veníamos medio derrotados de la playa del Zapillo, pero con ganas de juerga, nos poníamos firmes ante la presencia imperturbable de los guardias civiles que no sé por qué motivo a muchos de nosotros nos causaban un respecto especial que a veces rozaba el miedo.
Si con los policías municipales teníamos una relación cercana, la que propiciaba la batalla diaria cada vez que venían a quitarnos la pelota o a multar a una vecina por tirar agua sucia a la calle, entre la Guardia Civil y nosotros se abría una distancia abismal. Los municipales de entonces perdían parte de su jerarquía el día que le colgábamos un mote, pero con los civiles no había ni el más mínimo resquicio de familiaridad y su autoridad nos parecía incontestable. Tal vez ese recelo que nos causaban tenía algo que ver con aquellos primeros viajes familiares con nuestro primer coche en los que la sombra de los tricornios era siempre una amenaza.
Impresionaba encontrarse con la pareja colocada en el arcén, como si estuviera esperándonos para un examen con aquellos cascos de media luna rematados por delante con las gafas protectoras y con aquel guarda cuellos de cuero negro que les cubría la parte de atrás de la cabeza y el cuello como si fuera una melena. Impresionaba aquella estampa de policías de verdad, de tipos duros como los que veíamos en las películas americanas, con las cazadoras brillantes y la pistola en un costado, con aquellas botas altas que relucían como si acabaran de estrenarlas destacando por encima del pantalón. Cuando pasábamos a su altura y nos miraban nos echábamos a temblar, hasta que con un gesto de la mano nos decían que podíamos continuar.
No nos parecían lo mismo el agente de tráfico que te paraba en la carretera, que el guardia civil que vestido de fiesta desfilaba por las calles de Almería en las fechas señaladas. Un civil con tambor o con corneta se colocaba a la misma altura que nosotros y de pronto se disipaba ese temor que algunos le teníamos al tricornio. Los que más nos gustaban eran los que iban a caballo, que tenían un aire más festivo y menos severo que aquellas secciones de soldados del Regimiento de Infantería Nápoles 24 que venían del cuartel.
La Guardia civil a caballo era un espectáculo por sí misma, tanto que cuando salían eclipsaban al resto de la procesión. Cómo brillaban las botas, con qué templanza dominaban a los caballos, sólo con un movimiento de las riendas o hablándole ligeramente a la oreja.
A los niños nos divertían mucho los caballos, sobre todo cuando hacían algún amago de desbocarse y cundía la alarma entre el público que ocupaba las aceras, o cuando al pasar por una calle con el suelo lleno de adoquines iban caminando a duras penas entre resbalón y resbalón.
Detrás de los jinetes iba siempre una cuadrilla de barrenderos, los sufridores de aquellos desfiles, que con la escobilla y el recogedor tenían que ir limpiando la calle de las boñigas que iban dejando los animales. En aquellos últimos años sesenta, lo militar y lo religioso iban siempre de la mano; la espada y la cruz, el poder de las armas y la fuerza de la fe se unían en nuestras calles para darle solemnidad a las celebraciones de la Iglesia. En octubre, para la procesión de la Virgen del Pilar, que salía de la parroquia del Corazón de Jesús, se contaba con la presencia de la Guardia Civil a caballo que abría el cortejo, y una escuadra de gastadores de soldados de infantería con su banda de música incluida.
En Semana Santa, los civiles a caballo acompañaban a la procesión del Santo Entierro y hubo algunos años que también participaron en la Soledad. Pero donde más lucían eran en el Corpus, desfilando con trote lento a la caída de la tarde, arropados los jinetes por una escuadra de batidores del mismo cuerpo que le daban mayor realce al cortejo. También salían con la Virgen del Carmen de la iglesia de San Sebastián, en la romería de Torregarcía del mes de enero, y en la procesión de la Virgen del Mar en la Feria.
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