Las mil historias de la posada del Catalán

Fue una de las fondas vetustas de Almería, en ese actual reino de bares de la calle Jovellanos

A la derecha de esta imagen de 1959 en la calle Jovellanos, estaba situada años atrás la muy  antigua posada del Catalán.
A la derecha de esta imagen de 1959 en la calle Jovellanos, estaba situada años atrás la muy antigua posada del Catalán. La Voz
Manuel León
20:00 • 12 oct. 2024

Hubo un tiempo en el que acontecían tan pocas aventuras en una ciudad tan pedestre como Almería, que los periódicos publicaban el nombre de todos los viajeros que llegaban para hospedarse en posadas y pensiones, para que pareciera que pasaba algo. Así, los almerienses lectores de la época sabían, a través de esas gacetillas, del viajante fulano, del cosario mengano, del empresario zutano que venía de cualquier sitio a vender telas o relojes de pulsera o a entrevistarse con el alcalde o a poner un puesto de dulces en la calle Las Tiendas. Era como si ahora llegase un músico de Uleila a comprar un clarinete en Casa Gázquez y saliera publicado en la prensa local debajo, por ejemplo, de un artículo de Pedro Mena sobre el tren del Almanzora.



Pero gracias a esas proletarias notas a pie de página sabemos de pequeñas cosas baladíes que nos ayudan a comprender cómo era la Almería doméstica de nuestros bisabuelos, aquellas a las que solo se atrevía a asomarse  y a relatarlas, décadas después, el prolífico Padre Tapia.



Sin duda, uno de los fondeaderos donde más se agitaba la vida de aquella ciudad de menestrales eran las fondas y pensiones, aquellas cuya vida tanto le gustaba recrear al garbancero de Galdós. Allí  paraban los carreros que llevaban o traían gente y mercancía a los pueblos; allí se apostaban limosneros, limpiabotas, pregoneros, propios y recaderos; allí aparecían vendedores de lotería y se comentaban las noticias de La Crónica Meridional. Eran los mentideros  más fértiles de cualquier ciudad que se preciase. 



Una de aquellas fondas vetustas de Almería -quizá la que más, incluyendo Casa Puga, de 1870- fue la Posada del Catalán, de la que ya existen rastros de su existencia en el archivo municipal desde 1855. Estaba situada haciendo esquina entre la calle Jovellanos y la calle Las Tiendas, en los altos desde lo que hoy es la cafetería La Chumbera hasta el restaurante Aljaima, frente a Las Claras, donde se ubicaba entonces el Gobierno Civil.



En la fachada blanca piaban colorines apresados en jaulas junto a un jazminero y en el patio el posadero engordaba varios cerditos. Allí paraban carros y tartanas, como las que iban a Garrucha y Roquetas -cada posada tenía asignado un cosario- y en la del Catalán aguardaba clientes Manuel Valero, vecino de la calle Murcia. Había otras como la Posada del Príncipe, en Obispo Orbera, con tartanas diarias a Gádor, Viator y Benahadux y semanales a Cóbdar, Tahal y Ugíjar; la Parada del Capricho, vecina de la del Catalán, con cocheros a Dalías y Lubrín; Posada de San Rafael, con transporte a Lucainena. En la calle Marco, antigua calle Posadas,  perpendicular a Pablo Iglesias, prestaban servicio numerosas pensiones como la de La Roda, con cosario a turno a Níjar; la de Los Arcos, con carro a Gérgal; la del Pilar, con piloto rumbo a Tíjola; la de la Trinidad, en la calle Aguilar Martel, con cosario a Berja; la Posada del Mar, con cochero a adra y Fondón, la del Socorro, dirección a Laujar y la más animada, la de Los Alamos (actual Casa de las Mariposas), con berlinas y diligencias dirección a Tabernas, Alhabia e Institución. En aquellas casas de huéspedes, que nos parecen tan remotas como el papel de estraza, la patrona sacaba la silla de espadaña a la puerta y se sentaba con sus huéspedes en las noches de verano para hablar de lo que fuera. Había  viajantes, funcionarios, soldados, estudiantes y viajeros románticos como aquel Gerald Brenan quien por las noches dormía atormentado por las chinches en un camastro de la pensión La Giralda y por el día se iba a aprender almeriense nativo al barrio de Las Perchas.



Pero quizá la fonda más popular, por su precio barato y por todas las historias y peripecias que allí acontecían a diario, fue la del Catalán, abierta a mediados del XIX durando hasta la Guerra Civil. El dueño inicial, que había llegado de la Seo de Urgell, traspasó el negocio a Benito Vizcaino, quien se publicitaba hablando de sus módicos precios, su asistencia esmerada y su numerosa servidumbre, traspasando después sucesivamente a Francisco Núñez, José Navarro y Antonio Rull Martínez.



Por la posada del Catalán, en su casi un siglo de vida, pasó todo tipo de comediantes pintorescos, lumbreras y protagonistas, en algunos casos, de historias truculentas. Allí se hospedaba a finales del XIX Su Majestad don Francisco Ramos, que llegaba a la ciudad anunciándose en prensa como profesor dentista y prestidigitador, “premiado por sus Alteza Real”. Otro día podía aparecer Andrés Vizcaino, célebre maestro sangrador y cirujano dentista o los señores Andreu, alquilando por una semana un cuarto donde exponían sus letras de imprenta, abecedarios y su surtido de timbres para marcar la ropa blanca. Llegaba también un vendedor de frascos de crecepelo de Alhabia, la francesa -quizá fuese de Uleila- Elissa Bonnet con un  surtido de ropa blanca a precios reducidos en la habitación número 10. 



Uno de los hechos más enigmático en el Catalán fue el del enfermo misterioso: se presentó a las once de la noche al sereno del Paseo Juan Galera el dueño de la posada pidiendo auxilio porque en su establecimiento se moría un hombre desconocido. El agente avisó al presidente de Cruz Roja, Arturo Pérez García, y se personaron raudos en la posada. Registraron al enfermo anónimo, que no hablaba ni una palabra comido por una calentura, encontrándole 22 pesetas, una cédula persona expedida en 1903 a nombre de Alonso González Haro, natural de Turre, casado y de 56 años. Se hizo un llamamiento en bando municipal, pero no acudió nadie y falleció en el Hospital Provincial.


Otras veces pasaban allí su primera noche los novios que se escapaban como tórtolos del hogar paterno; rateros que se ocultaban allí con el visto bueno del posadero tras robar en la Casa Ferrera, presidiarios  como el apodado El Garrote fugados de la cercana cárcel de la calle Real; allí fue encontrado colgado de una colaña Manuel Pérez Domenech, natural de Serón, quien no pudo resistir un infernal dolor de estómago; allí rompió aguas en soledad una mujer de Córdoba a la que salvaron in extremis la matrona Cristina Martín y el sereno Juan Escámez; allí prestaba servicios como meretriz María la Madrileña, quien a la obligación de su trabajo unía su devoción por los hombres arrechos. 



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