Los corrillos en la puerta del instituto

Los estudiantes del Celia Viñas solían reunirse en los poyetes de las ventanas

Los clásicos corrillos que se formaban en la puerta del instituto cuando los alumnos se sentaban en el poyete de la ventana.
Los clásicos corrillos que se formaban en la puerta del instituto cuando los alumnos se sentaban en el poyete de la ventana. Eduardo de Vicente
Eduardo de Vicente
19:10 • 17 oct. 2024 / actualizado a las 19:28 • 17 oct. 2024

Los mejores momentos del instituto eran los minutos previos, el cuarto de hora del recreo y ese instante en el que sonaba el pito para anunciarnos que las clases habían terminado.



Los estudiantes del Celia Viñas, antes Instituto Femenino, tenían la costumbre de reunirse en la puerta, en aquellos clásicos corrillos que no solían ser del agrado de los profesores, pero que eran auténticos motores de socialización



Unos minutos antes de las nueve, cuando llegábamos al centro con la señal de la almohada pegada todavía en el rostro y el último sueño entre los labios, los corrillos de la puerta eran cosa santa para despejarnos la mente y para llenarnos de fuerza para afrontar la jornada lectiva que teníamos por delante.



En los corrillos de entrada los alumnos nos poníamos al día con ese ejercicio de matemáticas que no habíamos sabido resolver en solitario, hablábamos de las niñas que pasaban por delante y organizaban sus propios corrillos y si era un día de examen, estirábamos los minutos previos hasta el límite dándole el último repaso a los apuntes y mirando de reojo esa pregunta que según radio macuto, iba a caer seguro. 



Los corrillos que se organizaban en el recreo eran otra cosa. En quince minutos la vida podía ser eterna en las manos de un adolescente y aprovechábamos ese tiempo para comernos el bocadillo mientras comentábamos las incidencias del día, las anécdotas con los profesores y también para intercambiar las miradas con las niñas, sobre todo con las que eran de la clase de al lado, que tal vez por el factor de la novedad siempre nos gustaban más que las compañeras con las que compartíamos el aula.  



Recuerdo que cuando íbamos escalando peldaños y llegábamos a la cumbre del Bachillerato, en los minutos del recreo, antes del corrillo reglamentario, visitábamos la barra sagrada del Minibar, que en los años setenta se convirtió en un templo para los hambrientos estudiantes que en los descansos buscaban desesperadamente el amparo de los sandwich de sobrasada y foie gras y aquella maravillosa caña de cerveza con la que descargábamos toda la presión acumulada en las horas de clase.



Cuando regresábamos a la puerta del instituto, al escenario de los corrillos, rezábamos para que el sonido del pito que nos llamaba de nuevo a las aulas se retrasara unos minutos o para que el profesor que nos tocaba después del recreo se hubiera tenido que ausentar por una indisposición. 



Entre las grandes alegrías que uno se llevaba en la época de estudiante estaba sin duda la ausencia de un profesor. Era como encontrar un oasis en medio del desierto, que el destino te regalara una hora más o menos libre en medio del apretado horario. Cuando se hacía el milagro y faltaba el maestro solían mandarte un sustituto, que casi siempre salía del paso dejándonos esa hora para que estudiáramos si teníamos un examen próximo o para que hiciéramos los ejercicios atrasados.


Los mejores corrillos eran los que se formaban los viernes cuando salíamos de clase y disfrutábamos de esos instantes de felicidad irrepetibles del adolescente que tiene todo un fin de semana por delante. Los corrillos de los viernes se aprovechaban para quedar. Sí, en aquellos tiempos en los que no existía el teléfono móvil ni Internet, los jóvenes quedábamos citados con mucha antelación para la fiesta del sábado, para jugar el partido de fútbol del domingo por la mañana o para la sesión de cine con la que solíamos despedir el fin de semana. 


Aquellos corrillos del viernes eran decisivos para saber quién de nosotros tenía que acercarse al corrillo de las niñas para invitarlas al baile que organizábamos en la cochera de un amigo o a la fiesta que los mayores hacían en el patio del instituto para recaudar fondos de cara al viaje de estudios. 


Los corrillos de estudiantes no eran del agrado de los profesores, tal vez porque se sentían observados por los ojos escrutadores  de sus alumnos o porque tenían la impresión de que nunca estábamos tramando nada bueno. Quizá, muchos de aquellos motes con los que los jóvenes bautizábamos a los profesores salieron de aquellos minutos de corrillos en los que poníamos el mundo patas arriba.


Los corrillos inocentes se fueron contaminando en los años de la Transición, cuando los nuevos tiempos nos cambiaron al vendedor ambulante que iba con su carrillo a vender golosinas por la figura del camello con los bolsillos llenos de pastillas de hachís que tanto daño sembró en la juventud de aquella época. Poco después se tomó la medida de suprimir los poyetes de las ventanas, colocándole encima barreras de hierro.


Temas relacionados

para ti

en destaque