Su reino -como el de Cristo- ya no es de este mundo. Jesús Marín es el último maestro tapicero de Almería, el último eslabón de una cadena, de un oficio que se hunde en la noche de los tiempos y que ha sido mutilado por la irrupción plenipotenciaria de Ikea y otras grandes superficies de su ramo. Ya no sale a cuenta reparar un sofá, es más barato comprarlo; como ya no sale a cuenta reparar un transistor porque ya no hay transistores, ni videos, ni aparatos de música. Solo existe un faraón tecnológico que es el teléfono móvil, que gobierna nuestras vidas, cada vez más líquidas, en este tiempo del siglo XXI.
Jesús Marín Navarro gobierna en su reino, que no es otro que un sótano decimonónico de la calle Real. Uno ingresa en ese espacio insólito, alanceado por la penumbra, y se da de bruces con el cuarto de las cosas inútiles que siempre ha existido en las casonas antiguas: un tresillo de escay rejoneado, un sillón de orejas maltrecho, una mecedora malherida, unas sillas de caoba acribilladas por el tiempo. Allí están custodiados por su dueño todos esos enseres que un día fueron nuevos y que hoy son pasto de la decadencia esperando que unas manos como las suyas, cauterizadas por tanto trabajo, les devuelvan la tersura, como un cirujano plástico inyecta botox en una mejilla ajada por la edad.
Ahí está, junto a las Cuatro Calles, ese cuarto oscuro de Jesús que huele a cola de conejo y donde su dueño martillea por las mañanas un armario con los clavos en la boca, donde se ven estanterías repletas de tachuelas y tijeras y en un rincón una resma de lana de cabra.
Todo forastero que pasa por esa guarida del centro histórico de Almería mira para adentro como el que mira una catacumba; los amigos no, los amigos dan el santo y seña a Jesús y entran con prestancia para adentro, para compartir un rato de conversación con el tapicero, que más que un tapicero parece un náufrago entre cachivaches anticuados dignos de almoneda . Está solo la mayoría de las horas del día, Jesús, como solo está Javier Arcos, el tallista de la calle Lope de Vera o Paco el carpintero junto a la calle Alicante. Porque son oficios en extinción en los que han desaparecido los aprendices, han dimitido los meritorios, porque ya nadie repara nada, todo se tira y se compra nuevo. Sin embargo, hubo un tiempo, cuando los tapiceros eran dioses, en el que los muebles eran sagrados y se reparaban y, como un traje, duraban toda la vida y pasaban de padres a hijos. Jesús Marín, como digo, es el último mohicano del oficio de tapizar muebles, con permiso de la furgoneta con la célebre alocución: “Atención señora, ha llegado a su ciudad el camión del tapicero”.
Esta saga de los Marín llegaron a Almería procedentes del Campo de Dalías. El progenitor puso un puesto de verduras en el mercado con el que fue criando a ocho hijos. Al mayor de ellos, Manuel, no le tiraba el oficio de tendero y se metió a trabajar de aprendiz en el taller de tapicería de José el Granaíno en la antigua calle del Gallo, junto a la Plaza Careaga. Allí aprendió los rudimento de esa profesión atávica y con él se metió también su hermano Jesús.
Antes tuvo mucho predicamento en la Almería decimonónica, hasta la Guerra Civil, el obrador del tapicero Eduardo Moreno, que trabajaba cortinajes y sillería, también a domicilio, primero en la calle Mariana y después en la calle San Francisco y Hernán Cortés. Su taller era también un centro de tertulias de gente de izquierdas donde se leía en voz alta el periódico El Radical. Después de la Guerra no volvió a abrir. El oficio de tapicero estaba muy cotizado y formaba parte de las profesiones que se enseñaban en la Escuela de Artes, teniendo como profesor a Miguel Cantón Checa.
Con el tiempo, los hermanos Marín se independizaron del Granaino y montaron un taller propio en la Plaza Granero, donde hoy está la Bodega Montenegro, después se desplazaron a la calle Real, en el local que después fue el bar Lupión. Hasta que se separaron y Manuel se quedó en un corralón familiar de la calle Solís y Jesús se aposentó en un bajo de la calle Martínez Campos, frente a la antigua aduana.
Por último se desplazó a su actual ubicación de calle Real, donde se unieron sus hijos Jesús y Ernesto, que prefirieron el oficio que seguir estudios, al contrario que Moliere, hijo también de tapicero, que desertó del martillo y las tachuelas para ingresar en el olimpo de las letras francesas.
Otro de hijos del patriarca venido de Dalías se hizo boxeador, le llamaban el Idolo de bronce, y ganó el campeonato de España de peso pluma con Educación y Descanso, hasta que colgó los guantes y se fue al norte a trabajar en los Altos Hornos de Vizcaya de Echevarría.
Con el tiempo, Ernesto se fue a trabajar a la Verdiblanca, y quedó Jesús como único superviviente de la tradición tapicera familiar, sin hijos que le releven, rodeado de herramientas y antiguallas, de máquinas de escribir con caries, de lebrillos y butacas de pana, de relojes y cuadros y hasta del diván de terciopelo malogrado de un desaparecido psiquiatra.
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