Desde el terrao de mi casa podía averiguar lo que iban a almorzar mis vecinos oliendo el humo que ascendía por la chimenea. Si pegaba el oido escuchaba las conversaciones de las mujeres en la cocina, la música de las cacerolas y las voces de la radio. Desde el terrao observaba a mi vecina cuando frotaba la ropa en la piedra de la pila del patio, mientras cantaba a media voz alguna copla pegadiza de las que estaban de moda aquella temporada.
Subir al terrao era una válvula de escape. Allí arriba te embriagaba una sensación de libertad parecida a la que sentíamos cuando con los amigos nos escapábamos al puerto o nos perdíamos por la soledad del espigón del faro. Subir al terrao era como saltarse el guión de la casa. Allí podías comerte el bocadillo sin recoger las migajas o simplemente fugarte con la primera bandada de pájaros que pasara por delante.
Cuando en la época de exámenes la habitación, la mesa y el flexo se convertían en una cárcel, siempre tenías a mano el recurso de subir al terrao para seguir estudiando. Sentado en una silla de enea al amparo de una buena sombra, las lecciones se relajaban y el estudio se impregnaba de un aire informal que lo hacía más soportable.
Desde el terrao veía a las muchachas pasar camino del instituto o del trabajo. Disfrutaba mirándolas sin ser visto, escuchando de tapadillo sus conversaciones de juventud, aquellas risas a coro que llenaban de vida la calle. Nuestra vocación de exploradores quedaba completamente realizada cuando en aquellas últimas tardes de primavera descubríamos a la hija adolescente de la vecina de al lado tumbada al sol en traje de baño invocando al dios del bronceado. Ver a una muchacha conocida en bañador medio escondida en un terrao era cien veces más sugestivo que si te la encontrabas en la playa cualquier día del verano. Un terrao, para los ojos impacientes de un niño, tenía mucho más pecado que la arena de la playa.
Los terraos de antes compartían la misma tramoya: las macetas de las madres, la ropa tendida como banderas al sol que contaban las historias íntimas de las casas, la pequeña habitación donde se iban guardando los trastos viejos, la silla de la abuela que se había quedado vacía y aquellos gallineros enrejados de alambre que le daban a los barrios un aire primitivo y rural.
Era raro encontrar un terrao donde no hubiera un gallinero, uno de aquellos corrales en miniatura que nuestros padres construían con cuatro tablas viejas y una red de alambre.
A los niños de entonces nos gustaba subir a la azotea para echarles los desperdicios del almuerzo a las gallinas, o para colocar los manojos de alfalfa en la entrada de las conejeras. Por mi calle pasaba varias veces a la semana un vendedor ambulante con un carro cargado de alfalfa y el basurero que por unos duros más subía al terrao a limpiar el gallinero. Había que ser muy pulcros y mantener el lugar de los animales en perfecto estado de revista para evitar los temidos parásitos. A los niños nos mandaban de vez en cuando a la droguería a que compráramos un bote de insecticida Cruz Verde, que era el que más se vendía entonces.
Las gallinas nos daban huevos a diario y cuando en la casa había alguien enfermo o comba de una gripe, era costumbre sacrificar una gallina para hacer uno de aquellos caldos milagrosos que resucitaban a un muerto. En algunas casas había familias que criaban marranos, habilitando una habitación vacía del ‘terrao’ o en el patio interior si había hueco. Los marranos se criaban para sacrificarlos por diciembre, cuando se llamaba al matarife de guardia.
Un día, el gallinero, como el cajón de los conejos, se quedaba vacío. Los tiempos iban cambiando, la gente iba progresando y las familias ya no tenían la necesidad de criar animales en las azoteas porque además, estaba prohibido. Cuando llegaba ese día los antiguos gallineros de tablas y alambre se quedaban aparcados en el ‘terrao’, como un decorado inservible que los niños utilizaban para jugar.
En las casas, la comida que sobraba no se tiraba; las sobras o los desperdicios, como antes se decía, eran un buen alimento para las gallinas y para que los conejos engordaran sanos y robustos. De tanto darles de comer, de tanto sentarnos frente a sus cajoneras para espiar sus movimientos, los conejos llegaban a ser para los niños como una parte de nuestra familia, por lo que el día que los mataban, las madres nos mandaban durante unas horas a la casa de la vecina para evitarnos el sufrimiento de ver como los ejecutaban a fuerza de golpes entre las orejas.
En las casas donde no había acceso a las azoteas, las conejeras se instalaban en los patios, donde estaba la pila de piedra en la que se lavaba la ropa y se aseaban los niños; en el patio donde estaba el espejo frente al que se afeitaban los padres y el cuartillo del váter, con un clavo en la pared para colgar el papel higiénico, que casi siempre eran recortes de periódicos.
Era una vida de subsistencia, donde la necesidad no encontraba obstáculos, a pesar de las advertencias de las autoridades que recordaban continuamente que no se debía de consumir carne que antes no hubiera sido analizada por un veterinario.
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