De los últimos supervivientes de La Desbandá: se llama Antonio y vive en Almería

Cuando ocurrió la masacre de la carretera Málaga-Almería tenía 5 años, pero lo recuerda todo

Antonio Barroso, superviviente de La Desbandá, junto a Pepe, un gato que ha adoptado como compañero.
Antonio Barroso, superviviente de La Desbandá, junto a Pepe, un gato que ha adoptado como compañero. La Voz
Elena Ortuño
11:35 • 25 oct. 2024 / actualizado a las 09:15 • 29 oct. 2024

"Íbamos cuatro niñas y un niño en un coche. Teníamos que pasar por la carretera de Málaga-Almería, pero no podíamos porque estaba toda llena de muertos". Este es el recuerdo más vívido que guarda Antonio Barroso Rubio del momento en el que, con cinco años, se vio obligado a huir de la ciudad que lo había visto nacer. Hoy tiene 92, vive en Almería, y es uno de los últimos supervivientes de La Desbandá



Con una gorra de La Legión y apoyado en un bastón, Antonio recibe a sus visitas en la residencia de mayores de El Zapillo, lugar en el que vive en la actualidad. Ronroneando y enroscado en sus piernas, un gato negro mira con desconfianza a todo el que se le acerca. A todos, excepto a su amigo y protector, quien lo ha bautizado como Pepe. El gesto del malagueño -aunque almeriense en la práctica- revela las vivencias que carga sobre sus espaldas. Sus ojos claros, rodeados de marcas que evidencian su longevidad, susurran que ni todas las páginas del mundo podrían hacer justicia a lo que su casi siglo de vida le ha hecho pasar.



Sobrevivir a la N-340A



En 1937, la matanza más cruenta de la Guerra Civil no se vivió en Guernica, sino en la carretera que unía por la costa a Málaga con Almería. Descrita por el médico canadiense Norman Bethune como "la más grande y terrible evacuación de una ciudad en los tiempos modernos", se estima que se saldó con entre 3000 y 5000 muertos frente a los 500-1500 que perdieron la vida en el pueblo del norte de España. Es, de hecho, esta altísima mortandad lo que, pase el tiempo que pase, Antonio nunca podrá olvidar.



Sentado en el jardín de la residencia, recuerda entre idas y venidas sus primeros años en Málaga: "Yo vivía en un hospicio", un centro habilitado por la República. Cuando Málaga sufrió el bombardeo del bando sublevado, Antonio comenzó su odisea: "Las monjas me sacaron de allí y me metieron en un coche, en un Ford negro, con cuatro niñas más". Su padre estaba en el frente y su madre había fallecido durante el parto. Solo acompañados por un carabinero al volante, emprendieron la marcha de 250 kilómetros que los separaba de Almería, una de las últimas provincias 'seguras' de España.



"Venían muchos malagueños con cabras, con animales, con sus pertenencias, descalzos. Murieron muchos, se veían en la carretera todos tirados", rememora, para después añadir que a él también le tocó resguardarse de un bombardeo que le llegó a afectar la pierna. Así, sangrante y aturdido, logró llegar a Pechina, donde se alojó hasta el final de la guerra en el llamado Cortijo Azul. De su estancia en este edificio, del que hoy no queda nada, solo recuerda sus tripas rugir: "Casi no teníamos pan. Pasamos mucha hambre, éramos más de cien niños".



Una paradoja laboral



Tras la 'Casa Azul', su destino fue el Hospital Provincial, donde las monjas se encontraron a un Antonio debilitado y enfermo. Allí, le curaron las heridas y consiguió un hogar donde no sentirse huérfano. Despojado de su nombre y de su familia por el conflicto fratricida, tuvo que ganarse el pan por sí mismo primero como pastor y jornalero y más adelante, a los 21 años, como legionario.


La paradoja de un superviviente de La Desbandá que pasó a luchar como legionario durante la dictadura lo condujo hasta el mayor desierto del mundo: el Sáhara. Aunque el malagueño estuvo destinado en el Batallón Disciplinario de Melilla, vivió episodios en las dunas africanas que aún perduran en su memoria.


"Yo llevaba un pelotón de soldados. Íbamos a Sidi Ifni de reconocimiento, pero paramos a comer en una rambla. Abriendo las latas que llevábamos de carne, de repente el teniente dijo: 'quietos, que viene alguien'. Empezó un tiroteo, a mí me pilló tendido y me tuve que levantar corriendo, porque me daban las balas ya", relata. Con la aceptación de alguien que ha tenido toda una vida para rememorar, Antonio cuenta con la gorra en la mano cómo iban cayendo sus compañeros: "De siete que íbamos, quedamos solo tres". 


Tras regresar del Sáhara, Antonio encontró un nuevo oficio en la tierra almeriense: "Allí comí, allí bebí, 40 años, de sol a sol", relata. Albañil, legionario, pastor... pasó de trabajo en trabajo buscándose el sustento con un único objetivo: sobrevivir. Sobre su trayectoria, declara lo siguiente: "Como yo me encontraba solo, tenía que amoldarme a lo que saliera. Estuviera bien o estuviera mal, yo me adaptaba y ya está. Estaba hecho ya a sufrir". Frente a esa soledad de la que el anciano tanto habla, el destino le tenía reservada una gran noticia.


Recuperar el nombre

"Yo no me acordaba de nada, ni siquiera de mi propio nombre". Es la valoración que el hombre hace sobre las consecuencias de su traumática infancia. El niño perdió tanto el apellido como el contacto con su familia, quedando así sumido en la orfandad bajo el apodo de 'Antonio el de Málaga'. Su vinculación con los Barroso y los Rubio llegó tiempo después, de la mano de la televisión. 


"Me llamó Paco Lobatón, yo le conté la historia y me ofreció ir a contarla en la tele. Me sacó en todos lados y fui hasta Madrid", cuenta. De esta forma, gracias al boca a boca y a su aparición en la prensa y en programas televisivos y radiofónicos, Antonio, por fin, se despidió de la soledad y encontró a su familia, quienes le devolvieron sus apellidos y su identidad.


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