La figura del ‘vinagre’ estaba muy presente en la vida cotidiana de hace cincuenta años. Los niños le llamábamos ‘vinagre’ a ese personaje repetido hasta la saciedad que se pasaba el tiempo libre en la bodega del barrio devorando una botella de vino barato. A veces compartía los tragos con otros que estaban en su mismo escalafón y otras navegaba en solitario sin temor a la tempestad que se desataba después, cuando al salir iba midiendo la calle ante las burlas de los chiquillos o cuando al llegar a su casa se encontraba con su mujer.
Aquellos ‘vinagres’ que conocimos en nuestra infancia, que en algunos casos rozaban la marginalidad, ya son solo un recuerdo, no han tenido continuidad. El ‘vinagre’ de nuestro tiempo ya no suele tambalearse por las calles ni se queda a dormir la borrachera en un portal. El ‘vinagre’ actual está perfectamente integrado en la sociedad y nadie lo señala con el dedo, al contrario, se le alaba por su capacidad de alternar y por esa fortaleza que atesora para salir del bar y engancharse con las copas.
El ‘vinagre’ de antes se refugiaba en el vino barato que le permitía consumir más cantidad, mientras que ahora buscan el elitismo de las buenas marcas y de las cosechas extraordinarias. Es posible que ahora haya más ‘vinagres’ que antes, pero es difícil ver a una persona que vaya arrastrándose por la calle ni a nadie tirado en una acera con el rumbo completamente perdido. Antes formaban parte de nuestra vida cotidiana e incluso los conocíamos por sus nombres. Los veíamos entrar en la bodega con su dignidad intacta y unas horas después salían completamente derrotados, agarrándose a los hierros de las ventanas, cruzando las calles sin mirar y arremetiendo contra las tribus infantiles que acudíamos como aves rapaces cuando descubríamos a un personaje diferente.
También han cambiado los escenarios. Hace medio siglo todavía quedaban en pie algunas de las bodegas que venían de la posguerra. Mientras que los bares intentaban incorporarse al friso de la modernidad con una extensa pizarra de tapas y una tramoya diferente, las bodegas siguieron ancladas en el pasado, envueltas en aquella atmósfera sombría donde solo reinaban los hombres y el humo del tabaco.
En cada barrio había al menos una de aquellas bodegas masculinas donde se reunían los clientes a la salida de los trabajos. La mayoría de los locales apenas tenían decoración: un mostrador antiguo, un grupo de mesas con sus sillas correspondientes y una atmósfera cargada de humo donde siempre olía a tabaco y a vino peleón.
Las viejas bodegas no necesitaban anunciarse en los periódicos ni vivían por la publicidad. Muchas no tenían ni un letrero en la puerta con el nombre colgado, pero su fama llegaba por todos los rincones de la ciudad de boca en boca, alimentada por la calidad del vino y la bondad de las tapas que servían. Había tabernas de nombres sugerentes como el Observatorio, el gran templo del chateo de la esquina de la Plaza del Quemadero o la Oficina, en la calle de Granada. Muy cerca, en la Plaza de San Sebastián, estaba la histórica bodega de Tonda y en la Plaza de Castaños el Montenegro.
En la calle Real reina la bodega del Patio, con su escenario anclado varios siglos atrás y su fiel clientela; junto a la Plaza del Marqués de Heredia estaba ‘el 1 y el 2’, dándole vida a aquella esquina que miraba al Paseo; en la Plaza del Carmen estuvo la Reguladora y entre las calles de Pedro Jover y Alborán, la muy recordada bodega de ‘En la esquinita de espero’, que perfumaba toda aquella manzana al sur de la Almedina.
En el Barrio, en la calle de la ‘Bervena’ reinó durante años la muy noble y conocida bodeguilla de ‘Los 7 días’, propiedad del empresario Manuel Fernández Oña. Unos le llamaban bar, pero tenía la esencia de las viejas tabernas de hombres, tan austeras en su tramoya que un simple cartel de toros llenaba su desconchada pared con la fuerza de un Velázquez. Todos los años a finales de abril, cuando se acercaba el día de San Marcos, el dueño del establecimiento adornaba el local con un juego de cuernos que colocaba sobre los bocoyes que guardaban el vino.
El nombre de ‘Los 7 días’ venía a decir que allí no se cerraba nunca, ya fuera lunes o domingo, mientras hubiera un parroquiano dispuesto a tomarse uno chato de vino.
La bodega tenía dos puertas, un manojo de mesas esparcidas por el salón, un bidón de uralita lleno de agua que descansaba sobre una caja de madera, una televisión que se quedaba pequeña las tardes de corrida, dos perros que formaban parte del decorado y un cartel que anunciaba a Manolete en la plaza de Almería. Tenía también una nevera vieja que a veces se convertía en la segunda barra del negocio y un cuarto al que de forma pretenciosa le decían el váter, y que era algo tan simple como un agujero en el suelo.
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