Nos gustaba el día de Todos los Santos porque nos regalaba una fiesta, un descanso en medio del apretado calendario del colegio. Pasábamos la festividad del 12 de octubre y mirábamos con esperanza el horizonte porque a la vuelta venía ese desahogo pintado en rojo en el almanaque. Era el único día festivo de noviembre, un pequeño ensayo para la Navidad que estaba al caer.
Noviembre nos traía también las primeras noticias del invierno: las primeras mañanas de niebla cuando teníamos que ir al colegio con la boca bien tapada para no coger frío en la garganta; los primeros abrigos que salían de los armarios después del largo verano. Por noviembre veíamos aparecer los braseros en las calles y a las castañeras que perfumaban nuestros barrios a la caída de la tarde.
Noviembre era el tiempo de recordar a los que ya no estaban, de abrir un hueco en las casas para que volviéramos a sentir su presencia cerca de nosotros. Una de las imágenes que siempre me ha acompañado a lo largo de mi vida me lleva a una de aquellas noches de vísperas cuando mi madre le dedicaba un rincón de un cuarto a los difuntos. Mientras la familia cenaba viendo las noticias en la televisión, a mí me gustaba asomar la cabeza hacia el interior de la casa para contemplar la sombra que la llama de una vela iba proyectando sobre la pared. En mi casa, cada uno de noviembre, se colocaba una vela fina sobre la boca de una botella de cristal y allí permanecía encendida hasta que se iba consumiendo. En aquella época las velas estaban presentes en todos los hogares, no solo para ponérselas a los santos, sino porque eran imprescindibles cada vez que se iba la luz, suceso que solía ocurrir con cierta frecuencia en los meses de invierno.
Para el día de los Difuntos, que llegaba después del día de los Santos, mi madre preparaba una caja de mariposas y las echaba a navegar en una taza llena de aceite. Por las noches, en la oscuridad de la casa, la luz tenue de las mariposas llenaba de sombras el techo y las paredes de la habitación, un acontecimiento que filtrado por la imaginación de un niño era una prueba contundente de que los fantasmas existían de verdad.
Según nos contaban en mi casa, las mariposas se encendían por las ánimas benditas del purgatorio, a las que no teníamos el gusto de conocer, pero que nada más que por el nombre nos sonaba a algo de otro mundo que rondaba por nuestras habitaciones buscando el reposo definitivo.
En mi barrio vivía una mujer, Anita, que según contaban tenía el don de comunicarse con esas almas errantes que formaban parte de las familias. Cuando alguien llevaba varias noches soñando con un ser querido ya desaparecido o cuando presentía que un suceso extraño era una señal del más allá, solía ir en busca de la visionaria para que le diera una explicación. Lo importante era saber qué quería ese alma en pena, por qué no descansaba en paz, por qué se estaba dejando notar. Anita, que era una mujer sabia, siempre daba con la tecla y acababa encontrando una buena solución. Unas veces mandaba a su clienta a la Catedral a que encargara una misa por el alma del difunto errante y otras le pedía un sacrificio mayor como subir andando al Cerro de San Cristóbal y rezarle tres padres nuestros al Corazón de Jesús o salir en procesión detrás del paso de la Virgen del Carmen.
A los niños de antes no nos asustaban demasiado los espíritus que podían aparecer en nuestra casa en la noche de difuntos porque estábamos más familiarizados que ahora con la muerte. Veíamos morir a los abuelos y a las abuelas cuando formaban parte de nuestras casas, y cuando le llegaba la hora a algún vecino el duelo se compartía entre todos.
La muerte estaba muy presente en nuestras vidas, la vivíamos a diario cuando nuestras madres se colocaban la ropa de luto por respeto a un familiar y durante al menos un año nunca salían a la calle sin llevar un vestido negro. Hace medio siglo los lutos formaban parte de las casas y estaban presentes en los armarios y en la ropa diaria de las mujeres. Nuestras abuelas siempre iban de luto, desde la cabeza hasta los pies y con el luto convivían, y con el luto se les iba agotando la vida.
Los niños de antes también iban al cementerio para el día de los difuntos y lo hacían despojados de cualquier pincelada de dramatismo o de miedo. Iban para acompañar a sus madres y a sus tías y aprovechaban el momento como si estuvieran en un día de excursión. Los niños siempre iban delante, abriéndose paso entre carreras y juegos, que para ellos la muerte quedaba muy lejos, era un problema de personas mayores.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/12/almeria/282567/la-noche-de-quemar-las-mariposas