Pensabas que estabas solo con tu pareja en la oscuridad de la sala del cine, que te habías aislado del mundo, de los mirones que acechaban a los novios en el Parque, de la vecina que iba a contarle a tu madre que te había visto besándote con una niña en un tranco. Pensabas que el cine era el refugio perfecto, pero no podías imaginar, que arriba, por ese agujero por el que salía el polvo de luz de la película, estaba la mirada oculta del operador.
Los operadores pasaban desapercibidos, como si no existieran porque sólo los veíamos de refilón, un trozo de cabeza y los ojos cuando se asomaban por la ventanilla de la cabina para confirmar que no había novedad en la sala. Para los niños que íbamos al cine, los operadores eran seres superiores que tenían el privilegio de manipular y ver cuantas veces querían las películas que ellos mismos se encargaban de proyectar sobre la gran pantalla.
Estábamos en sus manos porque la calidad de la proyección no sólo dependía de que cómo viniera el rollo, sino también de la habilidad de aquellos artesanos para enmascarar las deficiencias.
La cabina era un lugar sagrado. Tenía una estrecha ventanilla por donde salía el brazo de luz y polvo que llevaba las imágenes hasta la pantalla. Los que ocupaban los asientos en la platea podían escuchar, en el silencio de la sala, el ruido que hacían las bobinas al girar, y la presencia del operador, siempre atento por si se producía algún incidente que provocara las quejas de la sala. En cualquier empalme podía haber un descuadre, en cualquier centímetro podía saltar un corte que de pronto rompía el hechizo de la proyección y paraba la película. De pronto se iba la película, se encendían las luces de la sala y el respetable, a coro, le dedicaba una sonora bronca al operador, que era el que siempre pagaba los desperfectos.
En los primeros años de la Transición, cuando empezaron a llegar a los cines de barrio como el Moderno, el Pavía o el Monumental, las primeras películas que se anunciaban como subidas de tono, era frecuente que una parte del público, formado casi exclusivamente por muchachos, perdieran la paciencia en los primeros minutos cuando tardaban en aparecer en la pantalla las escenas que ellos deseaban. Entonces era frecuente escuchar la voz de un desesperado que le gritaba al hombre de la cabina: “Que salgan las tías, déjate ya de rollos”, mientras un coro de carcajadas acompañaba la petición que todo el público compartía.
Que mal rato pasaban en las cabinas cuando la cinta venía con algún corte o defectuosa justo en el momento en que una mujer empezaba a quitarse la ropa o se iniciaba el escarceo de una escena amorosa. Cuando ésto sucedía, no era extraño que otro exaltado se dirigiera públicamente al operador diciéndole: “No la cortes ahora, desgraciao”.
A finales de los años sesenta, el célebre P.P.O. (Programa de Promoción Profesional Obrera) organizó un curso de operadores de cine del que salieron muchos jóvenes titulados que durante años trabajaron en las cabinas de nuestras salas. El puesto de operador de cine era de máxima responsabilidad en aquellos años y era preciso unas semanas de intenso aprendizaje para poder dominar el oficio. Las clases teóricas las daban en el Teatro Apolo y las prácticas en la vieja cabina del cine Pavía.
Allí los enseñaban a colocar las películas que venían guardadas en latas, a sacar los rollos y colocarlos en las bobinas, a paliar los descuadres y hacer los empalmes necesarios para evitar los temidos cortes.
La dificultad de su trabajo dependía a veces de la sala donde realizaban su tarea. No era lo mismo la cabina de un cine de invierno del centro que la de una terraza de verano de un barrio. En las salas de invierno tenían dos máquinas para proyectar, mientras que en las terrazas sólo había una, por lo que cada vez que tenían que cambiar el rollo para continuar con la película se veían obligados a parar la proyección y hacer un descanso de cinco o diez minutos que la gente aprovechaba para acercarse al ambigú a por frutos secos y gaseosas.
Había noches que una misma cinta se programaba en dos terrazas de la misma empresa: en la Roma y en la Terraza Norte, o en la Moderno y en la Terraza de los Molinos. Cuando esto ocurría las sesiones se organizaban a horas distintas para que diera tiempo a trasladar las bobinas de un recinto a otro.
Los operarios y los ayudantes que colaboraban con ellos en las cabinas formaron un gremio en un tiempo en que la ciudad estaba sembrada de buenas salas de cine, tanto en el centro como en los barrios más importantes. A comienzos de los años setenta llegaron a convivir trece salas de cine de invierno.
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