Todo estaba cambiando a marchas forzadas, no solo el país, sino también nuestra querida Almería que a comienzos de los ochenta crecía de esa manera desordenada y algo caótica que formaba parte de su esencia.
Cuando ya nos habíamos acostumbrado a la democracia, como si jamás hubiéramos conocido otra forma de gobierno, cuando ya no nos escandalizábamos cuando veíamos los kioscos llenos de revistas con mujeres desnudas, ni nos poníamos a temblar cuando al vecino le robaban el reloj a punta de navaja en medio de la calle, llegó la revolución de la ley del divorcio, que entró como un huracán por las ventanas de muchos hogares para poner patas arriba la vida aparentemente normal de muchas familias.
El divorcio acabó con aquella otra ley de la que nos hablaban los curas que decía que el amor era eterno. Nos habían contado desde que éramos niños que el amor era para toda la vida, pero era la propia vida la que nos iba enseñando la verdadera lección, la que aprendíamos cuando veíamos a tantos matrimonios tan erosionados por el tiempo que solo se aguantaban por temor a lo que pudiera pasar con sus hijos.
Recuerdo, como si hubiera ocurrido ayer, que la ley del divorcio de 1981 trajo un nuevo tema de conversación a las tertulias de mujeres que cada mañana se organizaban de forma espontánea en la tienda de mis padres. Parecía como si todas quisieran divorciarse y entre bromas imaginaban cómo sería su nueva vida sin el marido y la ilusión de poder recuperar la juventud perdida. Medio en broma y medio en serio, hablaban del divorcio como una liberación que tal vez llegaba tarde para muchas de ellas.
Recuerdo que en los primeros tiempos hablar de una mujer divorciada llevaba implícita una carga de crítica importante. Una mujer divorciada quedaba señalada y se solía escuchar con frecuencia la expresión “esa está divorciada”, con cierto tono despectivo, mientras que el divorciado estaba mejor visto.
En aquel año de 1981 los almerienses hablaban del divorcio, mientras muchos soñaban con tener uno de aquellos Seat 127 que se pusieron de moda por 400.000 pesetas. Tener un coche era ya una obligación cuando pasabas de los 18 años, aunque las calles de la ciudad no estuvieran preparadas para tanto tránsito de vehículos. Cada vez nos agobiaba más la circulación, casi tanto como la delincuencia que azotaba con dureza por las calles. La prensa de aquellos meses se hacía eco de la situación crítica que se vivía en la Alcazaba, nuestro principal monumento, cuyos alrededores habían sido tomados por las delincuencia y por los drogadictos, que se habían apropiado de las ruinas del Mesón Gitano.
Los delitos fueron una constante y se convirtieron en una realidad cotidiana. Mayo, el mes en el que el Gobierno debatía la ley del divorcio, fue trágico en Almería, con tres apuñalamientos mortales en una semana, los sucesos del Caso Almería, donde murieron tres jóvenes a los que la guardia civil confundió con terroristas de ETA, y el fallecimiento, en una reyerta, del boxeador Juan Torres Salmerón, acuchillado en la puerta de la bodeguilla de Los Molinos.
Para luchar contra este tipo de delincuencia, se creó la unidad del 091 de la Policía Nacional, con cuatro vehículos, conocidos como ‘Lecheras’, preparados para desplazarse con rapidez al lugar del delito. Eran tiempos convulsos, de continua agitación política y social. Los 64 trabajadores de Talleres Cabezuelo, empresa dedicada a la fabricación de piezas de motores, fueron despedidos, y el Ayuntamiento se echaba en contra a los comerciantes de la plaza ordenando el desmantelamiento de las barracas exteriores del Mercado Central.
La huelga de profesores de Bachillerato y la posterior de estudiantes, redujeron considerablemente el calendario escolar del curso. Los jóvenes almerienses del 81 seguían marchándose fuera a estudiar las carreras que no se podían iniciar en el modesto Colegio Universitario de Almería que por entonces trataba de integrarse en la Universidad de Granada. Aquellos con más visión de futuro empezaron a instruirse en el manejo de los primeros ordenadores que llegaron a la ciudad de la mano de Alfredo Ruiz y Fernando Trigueros, que pusieron en funcionamiento la primera escuela de informática.
1981 fue el año de la ley del divorcio, del intento de golpe de Estado de Tejero, de esa nueva ciudad que nació en los solares de Oliveros y de un nuevo invento que iba a erosionar seriamente los cimientos de las salas de cine, el vídeo.
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