Que te regalaran una máquina de escribir el día de Reyes no era una buena noticia. Era un buen regalo, de los que costaban dinero, de los que entonces se llamaban útiles, pero lo asumías más como una obligación que te imponían que como un detalle de afecto.
La máquina de escribir se convertía en un mensaje directo de tus padres, a esa edad en la que todavía no habíamos dejado de ser niños y querían hacernos mayores antes de tiempo. Todavía nos ilusionaban los balones, las bicicletas, los trenes eléctricos y las muñecas, pero nos encontrábamos de frente con aquella máquina de escribir que se convertía en todo un baño de realidad que nos costaba asumir. Aprender a escribir a máquina era más importante que aprender un idioma para los adolescentes de los años sesenta y setenta. Era una llave que te abría muchas puertas a la hora de encontrar un buen trabajo. Si aspirabas a ser oficinista o a colocarte en un banco, que entonces era un oficio con mayúsculas, tenías que dominar la mecanografía sin más remedio.
Saber escribir a máquina te colocaba un escalón por encima de los jóvenes de tu edad cuando estabas en el instituto y después, cuando te tocaba ir al servicio militar, te convertía en capitán sin necesidad de llevar galones. Cuando después del periodo de instrucción llegaba la hora de adjudicar los destinos, lo primero que preguntaban los mandos era quienes eran los que sabían escribir a máquina para ocupar los puestos de oficinistas, que eran los más prestigiosos en los cuarteles porque te libraban de las guardias y te permitían cierta confianza con el sargento, algo fundamental a la hora del escaqueo diario y sobre todo, cuando querías irte a tu casa de permiso.
Aprender a escribir a máquina fue el sueño inalcanzable de muchos jóvenes de la posguerra que no pudieron escoger su destino, y el primer paso hacia un buen trabajo de los que tuvieron la oportunidad de labrarse su camino, de aquellos que pudieron costearse las clases particulares y comprarse, aunque fuera a plazos, su primera máquina de escribir.
En los años cuarenta las máquinas de moda eran las de la marca Hispano Olivetti que vendían en la Casa Mecanográfica de José Rodríguez López, en la calle Méndez Núñez. Era tienda, taller y academia, por la que pasaron cientos de jóvenes opositores de aquel tiempo. Las muchachas que aspiraban a entrar en una oficina y a ser secretarias pasaron por aquel templo donde las Hispano Olivetti brillaban como tesoros en los escaparates, invitándote a pasar.
Aquellas máquinas de escribir solemnes, que parecían carrozas, se fueron perfeccionando y adaptándose a los nuevos tiempos para hacerse más manejables. En los años setenta se puso de moda la Olivetti Studio 45, pensada para estudiantes, que la colocabas en el maletín y te la podías llevar a la casa de un amigo la noche que tocaba quedarse a estudiar.
Fuimos muchos los que pasamos por una de aquellas academias donde te enseñaban a manejar las máquinas de escribir con destreza y velocidad. En el colegio de San Miguel, de don Miguel Romero, que estaba en la Plaza de Marín, se daban clases particulares por la tarde de contabilidad y de mecanografía. Se decía entonces que en aquel centro de enseñanza nunca se apagaba la luz, y no era una exageración. Abría sus puertas a las nueve de la mañana y a las nueve de la noche seguía funcionando con las clases particulares.
También era muy famosos los cursos gratuitos que organizaba Educación y Descanso en el edificio del Teatro Apolo. En la Puerta de Purchena se aprendía mecanografía en la célebre Academia Cervantes, antes de que se pusiera de moda, allá por los ochenta, el centro de enseñanza audiovisual Maude, en la Avenida de Pablo Iglesias, donde aprendías mecanografía con un moderno programa a través de vídeos.
Cuando después de unos meses de aprendizaje tus dedos danzaban sobre el teclado como los pies de Fred Astaire en una pista de baile, te daban el título correspondiente, que entonces era casi tan importante como el que tenía el Bachiller Superior. Si tenías los dos títulos estabas en condiciones de presentarte con garantías a unas buenas oposiciones o de optar a entrar a trabajar en una entidad bancaria, siempre que tuvieras un buen padrino que te echara una mano.
Otro trabajo soñado en aquella época era entrar en el Ayuntamiento o en la Diputación, para lo que también necesitabas no solo el título de mecanografía, sino esa recomendación que se hacía indispensable. Se creía que con la llegada de la Democracia aquello de los enchufes se iba a recortar, pero ocurrió todo lo contrario.
Los que aspirábamos a ser maestros de escuela también teníamos la obligación, al menos moral, de saber escribir a máquina, en una época donde los exámenes se le presentaban a los alumnos escritos a máquina y se sacaban después a multicopista.
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