El abrigo del espíritu navideño

La Navidad empezaba el domingo que nos ponían el abrigo y salíamos a ver juguetes

El espíritu de la Navidad se hacía fuerte la zona de Obispo Orberá y la Plaza cuando aparecían las vendedoras de zambombas.
El espíritu de la Navidad se hacía fuerte la zona de Obispo Orberá y la Plaza cuando aparecían las vendedoras de zambombas. La Voz
Eduardo de Vicente
19:57 • 15 dic. 2024

El espíritu de la Navidad se guardaba todos los años en el armario de la ropa de invierno colgado de una percha y perfumado de alcanfor. Iba impregnado en aquel abrigo de la infancia que habíamos heredado del hermano mayor en cuyos bolsillos encontrábamos con sorpresa un trozo de serpentina de la cabalgata de Reyes del año anterior o el papel del caramelo que habíamos conquistado batallando a empujones contra otros niños. 



La Navidad reglamentaria empezaba oficialmente el día que íbamos al colegio a cantar villancicos y nos daban las vacaciones, pero la otra Navidad, la que cada uno llevábamos en nuestro reloj sentimental, se inauguraba la tarde de aquel domingo de diciembre en la que nuestras madres rescataban el abrigo del armario y nos sacaban a mirar los primeros juguetes. 



Íbamos a ver los escaparates con aquel abrigo que siempre nos parecía nuevo y que como nosotros, se iba estirando cada invierno mientras quedara tela para sacarle el bajo. Te ponías el abrigo y la Navidad, con todas sus sensaciones, te llenaba el alma de emociones de una sola vez, de aquellas que ya nunca volverían a ser iguales. Salíamos a la calle con el abrigo encajado hasta la garganta porque nuestras madres se empeñaban en que lleváramos bien tapada la boca creyendo que todos los males de aquel tiempo llegaban siempre por la boca. Y así, como si estuviéramos en Soria o en Teruel, nos presentábamos en el Paseo dispuestos a confeccionar nuestra carta a los Reyes.



El espíritu de la Navidad tenía entonces alma inquieta y andaba siempre rondándonos cuando la hoja de diciembre aparecía en el calendario que teníamos colgado en la pared del comedor. Reinaba dentro de nosotros de forma inconsciente y reinaba en las calles sin necesidad de  iluminaciones millonarias ni de comidas de empresas.



El espíritu de la Navidad se sentaba con nosotros en la banca del colegio el día que daban las vacaciones, aparecía por los escaparates de las tiendas de juguetes del Paseo cada mes de diciembre y merodeaba por las mañanas en la circunvalación del Mercado Central entre los pavos, los pollos y los puestos de zambombas. 



El espíritu navideño de la escuela aparecía siempre el último día de clase, ese en el que íbamos tan contentos porque sabíamos que no habría dictado, ni cuentas de matemáticas, ni tan siquiera lectura, y que cantaríamos villancicos y volveríamos a pasar delante del Belén del  despacho del director, que siempre tenía las mismas figuras y el mismo río de papel de chocolate. 



Con el espíritu navideño de los juguetes nos encontrábamos después del día de la Purísima, en uno de aquellos domingos  solitarios de Almería donde no teníamos otra diversión que ir al cine o ver escaparates. Mirar las vitrinas de las tiendas era un entretenimiento habitual de nuestras madres y nuestras tías, y a nosotros nos aburría mucho plantarnos ante un cristal a mirar a abrigos y zapatos. Sin embargo, diciembre nos ofrecía el regalo de los escaparates cargados de juguetes, que satisfacía nuestras ansías de tenerlos todos.



Había un tercer espíritu de la Navidad que permanece vivo todavía en la memoria de los que conocimos los puestos de la circunvalación del Mercado Central. Estaba allí, revoloteando por los puestos callejeros, que entonces empezaban en la esquina de la Puerta de Purchena. Aquel era un mundo fascinante, lleno de mercaderes y pregoneros que vendían la mercancía a viva voz. Las mujeres de las zambombas anunciaban la Navidad dos semanas antes y como decían los cocheros de Obispo Orberá. “también traían el frío”. Era aparecer ellas y cambiar el tiempo.


Por esa acera revoloteaban también los jornaleros de la tanganilla, que con sus puestos ambulantes montaban el ‘tinglao’ en cualquier esquina a la espera siempre de que apareciera algún primo, o un ‘primaveras’ con los bolsillos llenos de billetes que cayera en el engaño de la bolita traviesa.  Aquellos dioses del timo tenían la habilidad de enredar y sacarle veinte duros a la víctima sin dejar rastro.


La Circunvalación de la Plaza estaba entonces sembrada de puestos pegados a los muros del edificio, y entre los ambulantes que montaban allí sus tenderetes y las barracas estables, el lugar se convertía en un espléndido zoco que invitaba a comprar y a caminar por el entorno aunque sólo fuera para mirar. 


Venían las vendedoras de pavos con la mercancía todavía viva; las que vendían las panderetas y las figuras de los belenes, y los pregoneros de la lotería y de los Iguales, que se unían a la fiesta gritando el número que llevaban: “Me queda el pica pica, la jarra cuca, el galán”, cantaba, desde que amanecía.


Y aquel escenario donde todo estaba en venta, se llenaba del olor denso de los embutidos y de la carne recién sacrificada, que se mezclaba con el de los churros y el café de los bares próximos, creando un ambiente propicio para que hasta los niños sintiéramos latir de cerca el corazón de aquello que llamaban el espíritu de la Navidad.


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